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HEAVY METAL

Ramírez Villamizar rinde homenaje a los artífices precolombinos con su exposición en el Museo Nacional.

14 de enero de 1991

Se dice que las cosas se parecen a su dueño. En este caso, se parecen a su autor. Las esculturas -unas en metal, otras en madera- de colorido frío, tenue, aunque el óxido sea capaz de exhibir cualquier cantidad de tonalidades, tienen relación directa con el temperamento distante, serio y poco emotivo de Ramírez Villamizar.

Al principio -hace 45 años, cuando comenzó en firme su carrera profesional- se dedicó a la pintura que pretendía dejar en el lienzo una copia de la realidad. Así estuvo varios años, hasta cuando su viaje a Europa le enseñó la magia de la transformación, que Eduardo Ramírez supo asimilar muy bien.

Su paso de lo copista al abstracto se da paulatinamente y de manera bastante original: a sus pinturas le va agregando pequeños altorrelieves que crecen, aumentan su volumen y de repente dan a luz obras de tres dimensiones. Parto perfecto.

Y como su papá era joyero, hacedor de filigranas, fácil es entender porqué este célebre escultor es tan perfeccionista en su arte. Los empalmes serían la envidia de un viejo artesano del medioevo, la soldadura tiene características altamente profesionales y las superficies denotan tratamiento de cirujano. Y aunque son dos expertos quienes emprenden el trabajo mecánico, eso no le quita peso a Ramírez Villamizar, puesto que todo se hace bajo su mirada exigente y autorretadora.

Desde 1959 se ha interesado formalmente por lo precolombino, cuando estuvo en México. Luego se dejó asombrar por las finas y pulidas moles de Machu Picchu, en 1983, y en medio de los dos encuentros maduró su convicción de que el hombre americano tiene doble condición cultural, la de nuestras raíces y la que nos enseñó el Viejo Mundo. Con otra dualidad moderna. Toda obra de arte se mueve entre dos puntas de hilo: lo romántico o expresivo y lo clásico intelectual.

Las esculturas que conforman la actual muestra del Museo Nacional se van más por el lado intelectual, clásico, pese a que alude a la labor de precolombinos. Por la sencilla razón de que Ramirez Villamizar emprendió su trabajo ausente de sentimentalismos gratuitos que lo hayan remontado a la desaparecida cultura, como un viaje de amor a sus antepasados.

Su intención es hacer arte, como una necesidad íntima del espíritu que lo ha llevado de la mano hasta una forma, para racionalizarla, decantarla y traducirla a su geometría personal. De ahí que las construcciones de esta muestra delaten expresiones formadas por rombos. Si los precolombinos utilizaron la geometría como base para su figurativismo, el maestro desnuda las figuras de esa condición y de lata el esqueleto de la línea artística.

Es cierto. En el Museo del Oro se observa que las obras de nuestros naturales no eran reproducciones exactas de la realidad. Los orfebres de hace 500 años y más no repetían forma alguna con el facilismo mecánico de los caballitos de Raquira. En ese sentido, Ramírez Villamizar es fiel al espíritu innovador de su mundo. Eso, en sus producciones en metal.

Sus obras en madera las de esta exposición- tienen tres facetas. Una, la de sus "Tres naves", que refieren a las carabelas que nos trajeron la cultura del otro lado del charco. Sus "Relojes", que atienden aun tiempo de blancura extrema Y su "Templo de las leyes", con cierto aire de construcción grecorromana, que se opone a las escultura estática "Dieciséis torres", que reposa en el Parque Nacional, de composición octogonal y con horizontales y verticales solamente.

En el Templo de las leyes, hay movimiento de la línea, un equilibrio raro, don de cada columna parece echada hacia atrás, sostenida por el viento, pero con exacto malabar de cada una. Hay algo de gama suave, pero con bastante timidez. En Tres naves, y en "Relojes", la nota mayor la da lo circular, lo curvo, mucho más sensuales y expresivas que el resto. El color se acentúa y las alusiones se toman comprensibles.

En el conjunto no hay interés de perpetuidad. La madera y el metal oxidado son depredados fácilmente por insectos o materiales corrosivos. El maestro Ramírez es enfático al afirmar que "todo se deteriora, todo desaparece. Hasta las esculturas griegas trabajadas en bronce o en mármol. Que se acaben, no importa. Si dentro de 50 años una escultura de éstas se está perdiendo y la gente del momento piensa que es una obra de arte, que vale la pena ser rescatada, pues la reharán con el mismo material, o con acero inoxidable, que no se acaba nunca.

Cuando responde, Ramírez Villamizar habla con cálculo medido y de repente calla, esperando la próxima pregunta. Es hombre adusto, que no tiene inconveniente alguno en polemizar si algo no le agrada, y para él no hay detalle inadvertido. Personalmente estuvo al tanto del montaje de la exposición y personalmente se fijó hasta en el más pequeño detalle.

Próximo a cumplir 68 años, su mayor alegría es el rescate de una casa colonial en la calle de Las dos Marías, en Pamplona, su ciudad natal, donde se inauguró recientemente un museo que, seguramente, llevará su nombre. A esa institución -que administra el Banco de la República- donó 36 obras, entre pintura y escultura. Otros artistas contemporáneos suyos le obsequiaron más arte. Eso lo tiene feliz. Aunque no cambia su ama consuetudinario por el amplio jardín de su casa en Bogotá, su afición por la música, su gusto por coleccionar caracoles de todo el mundo y libros antiguos, y su pasión por la lectura. Sólo de algo se desentiende: de la muerte.