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Herencia

Dos extranjeros se enfrentan, en el Buenos Aires de hoy, a su eterna vocación a la nostalgia.

Ricardo Silva Romero
31 de agosto de 2003

Director: Paula Hernandez

Protagonistas: Rita Cortese, Adrian Witzke, Martin Adjemian, Hector Anglada, Julieta Diaz, Eduardo Cutuli, Carlos Portaluppi.

Los personajes son la razón de ser de cualquier drama. Son ellos, con sus biografías a medias, los que sufren los accidentes que les abren paso a las historias. Es sobre ellos innumerables dentro de los arquetipos humanos, que cada mañana, cada tarde y cada noche se escriben relatos en las esquinas del mundo. Herencia, la primera película de la argentina Paula Hernández, asistente de dirección en la década de los 90, entiende esto a la perfección: centra su atención en los gestos de una serie de mujeres y de hombres solitarios, en Buenos Aires, Argentina, que tarde o temprano van a parar al restaurante de una señora italiana llamada Olinda, y los sigue de cerca, durante algunas semanas, hasta que todo parece indicar que la vida será posible para todos.

Está don Federico, el amable dibujante, que siempre aparece en el restaurante a la hora del almuerzo; Luz, la cliente de buenos sentimientos, que no quiere seguir perdiendo el tiempo con su novio inmaduro; y Angel, la mano izquierda del local, que es una especie de Cantinflas de la Pampa que jamás consigue hacer lo correcto. Se han convertido, a fuerza de compartir la rutina, en una especie de familia. Pero es Peter, un ingenuo estudiante alemán que busca por las calles de la ciudad a la mujer de la que se ha enamorado en unas vacaciones, quien le da impulso y forma a los conflictos de todos: gasta sus ahorros en el pasaje a Buenos Aires y, como no encuentra a su amada por ninguna parte, se ve forzado a pedirle trabajo a la señora Olinda. Ella, una inmigrante que también viajó a Argentina detrás de un amor, y que ha pasado varias décadas lejos de su pequeño pueblito, perdido en el mapa de Italia, pone en perspectiva los últimos años de su vida cuando conoce al joven.

Es eso, las relaciones que se tejen entre los personajes, los puntos de giro de aquellas amistades, los silencios que se salvan justo a tiempo, lo que Herencia quiere ver en el mundo. Se arriesga, por supuesto, a retratar seres que no resulten del todo memorables y a resolver los conflictos de fondo a punta de buenas intenciones. Pero se trata de riesgos que se oponen, por fortuna, a las frías estrategias de mercado a las que recurren tantas de las producciones que invaden las salas de cine del planeta. No, no se esconden ases en la manga ni se persiguen risas fáciles en esta comedia triste. No se parte de un guión construido como si se tratara de llenar un formulario ("todas las películas, dicen los manuales para libretistas, cuentan la historia de una persona que tiene serios problemas para conseguir lo que quiere"): en cambio, se documenta el choque entre varias soledades.

Herencia nos sugiere, como si fuera poco, una reflexión sobre la eterna contradicción de los extranjeros. Que nos hable de aquella vocación a la nostalgia, en tan sólo 92 minutos y sin caer en chantajes emocionales, es una más de sus virtudes.