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Historia con bandoleros

Un secuestro en la época de la Violencia es el tema de la última novela de Tomás González.

Luis Fernando Afanador
28 de agosto de 2010

Tomás González
Abraham entre bandidos
Alfaguara, 2010
212 páginas


La Violencia, con mayúscula, es un periodo de la historia de Colombia en los años 50 del siglo pasado. Lo cual es una manera –bastante irónica, por cierto– de señalar que en un país con una tradición violenta ininterrumpida hubo un momento en el que esta fue aún mayor: 300.000 muertos, según los cálculos más conservadores. Y en el que, también, la forma de matar fue especialmente cruel: el corte de franela, el corte de corbata, el corte de florero, el corte del mico. Todos ellos eufemismos para denominar los más horrendos descuartizamientos que puedan imaginarse. Pues bien, en esta época de la Violencia se desarrolla Abraham entre bandidos.

Abraham, un finquero de la zona cafetera, es secuestrado por Enrique Medina, alias ‘Pavor’, alias ‘Sietecueros’, un bandido liberal que había sido compañero suyo en el colegio. Para el lector prevenido contra los libros de –o sobre– secuestrados, un género que prospera por estos días hasta el cansancio, habría que advertirle que se trata de otra cosa, de un relato donde lo importante es la literatura. Y que no hay ningún oportunismo por parte del autor: el personaje Abraham está inspirado en un pariente suyo que fue secuestrado durante unas horas por el famoso bandolero “Chispas”, solamente para que le contara historias, dada su fama de excelente conversador. Es decir, nada coyuntural, pura mitología familiar, ámbito siempre propicio y siempre nutritivo para los buenos escritores.
 
El 18 de febrero de 1954, Abraham llega a su finca en compañía de su hija Ana y de Saúl, su mejor amigo. Allí los están esperando Pavor y sus compinches, Vladimir, Trescullillos, el Piojo: “Los bandoleros se ponían nombres tremendos y eran como dioses”. La frase de recepción muestra rápidamente el humor negro de Pavor: “Bien puedan entren. Siéntense, señores. Están en su casa, señores”. La fama de Pavor es que era bueno con los humildes, que robaba a los ricos para dar a los pobres. Pero también que era “más malo que Satanás”. Y es que en ese entonces, los grupos de bandoleros, buscando fama rápida, asaltaban, degollaban, decapitaban, mutilaban y “dejaban una escena de horror tal que el renombre de los bandidos se extendía por valles y cañadas, como niebla oscura”.

Abraham es un finquero sin dinero, Saúl está arruinado gracias al juego –lo sabremos pronto– y además son liberales. Dice el coronel del Batallón Vencedores cuando Susana, la esposa de Abraham, acude en busca de ayuda: “…don Abraham también era de esos, es decir liberal, pues en realidad no tenían para qué pedir ayuda ni preocuparse. Estaban entre perros con la misma sarna”. ¿Cuál es móvil del secuestro? Desde luego, divertirse un poco, tomar aguardiente y jugar al póquer como el bandolero Chispas con el pariente aquel. Pero hay algo más, hay una autonomía del personaje –la génesis se vuelve mera anécdota– que lo hace impredecible y capaz de cualquier cosa. Abraham y Saúl pueden ser asesinados en cualquier momento, su vida depende del capricho o los humores de Pavor, una suerte de dios chambón, maligno y arbitrario. Pavor es convincente, la incertidumbre es convincente: “Bien pueda siéntese, señorita –le dijo Pavor a Ana–. Coma tranquila, que Vladimir no está invitado, ¿cierto?, ja, ja, ja, ja. ¿Cierto, hombre Trompevaca? ¿O no? ¿O no? Mentiras, hombre, Abraham, mentiras, yo es por molestar. Se muere, mejor dicho, el que le toque un pelo a la niña. Que fea no está, para qué nos decimos mentiras. Cualesquiera de los pelos. ¿Sí o no, Trompevaquita, hombre? Ja, ja, ja. Díganme si no. Díganme si no. Qué bueno que estamos pasando, ¿cierto?”.

Tomás González, qué duda cabe, es un narrador de pulso, con talento para crear atmósferas –cómo conoce y qué bien describe esos parajes rurales– y personajes. Estos últimos viven gracias a su fino oído para recrear el lenguaje oral. Sin embargo, esta novela tiene un gran lunar. La otra historia que se cuenta en contrapunto, la de la esposa de Abraham y su familia en el pueblo, es confusa, tiene demasiados personajes, carece de una trama definida y ralentiza el ritmo de la lectura. Medio pastel estaba crudo antes de la Feria, señores editores.