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Infante difunto

Guillermo Cabrera Infante, uno de los escritores más originales de América Latina, fue un hombre de extremos. Su obra es la suma de sus más preciadas obsesiones: la política, el cine, el tabaco y, por supuesto, las palabras.

28 de febrero de 2005

El mundo de Guillermo Cabrera Infante era único. Como escritor nunca cedió un centímetro y sus posiciones literarias -y políticas- eran extremas. No quiso, por ejemplo, hacer parte del llamado 'boom latinoamericano'. Llamaba a sus integrantes "el club del boom" y trató de distanciarse de ellos en lo político y en lo intelectual. Sus afectos literarios estaban más cerca de los juegos de lenguaje de James Joyce que del realismo mágico. Justamente la influencia de Joyce -hizo una extraordinaria traducción de Dublineses- está presente en sus obras más importantes: Tres tristes tigres (1967), Exorcismos de Esti(l)o (1976), La Habana para un infante difunto (1979), Holly smoke (1985) -escrito originalmente en inglés y traducido al castellano y titulado Puro humo- y Mea Cuba (1991).

Nació en Gibara, Cuba, en 1929 y a los 21 años ya trabajaba en la revista Vanidades. Más tarde, con el seudónimo de G. Caín, hizo crítica de cine en la revista Carteles. A finales de los 50 escribió Así en la paz como en la guerra, un libro de relatos que fue muy mal visto por el régimen de Fulgencio Batista y que sólo pudo publicar en 1960, tras el triunfo de la revolución. Luego trabajó brevemente en la revista Lunes de revolución, pero esta fue cerrada por el gobierno en 1961 y Cabrera Infante se vio obligado a exiliarse en Bruselas. Desde ahí se dedicó a escribir a favor de la revolución cubana, pero un tiempo después se transformó en un furibundo anticastrista.

Fue uno de los primeros latinoamericanos que trabajó en Hollywood. Desde 1975 fue crítico de cine y guionista: hizo varias adaptaciones notables de obras literarias. En 1997 presentó el libro Cine o sardina, en el que explicaba su amor y adicción por el séptimo arte.

Durante los últimos años Cabrera Infante sufrió neumonía crónica y diabetes, además tenía un bypass y hacía poco se había roto la cadera. Sin embargo fue una septicemia la que le causó la muerte. A pesar de su delicada salud seguía escribiendo y ya tenía avanzada su autobiografía, llamada La ninfa inconstante.

SEMANA les pidió a cuatro lectores que recordaran al gran escritor cubano y sus más preciadas obsesiones: la política, el cine, el tabaco y, por supuesto, la literatura.

Adiós a Caín

Por Sandro Romero Rey

La muerte de Cabrera me ha dejado sin aliento. Tuve el privilegio de visitarlo en varias oportunidades en su casa de Gloucester Road, en Londres, y el mayor recuerdo que tengo de su hermética presencia es el humo de sus cigarros y las eternas conversaciones alrededor de nuestras películas favoritas. Su muerte, sin embargo, ya estaba anunciada, muchos años atrás, en la década del 70, cuando apareció su inmenso mamotreto (todos los libros de Infante eran inmensos mamotretos) titulado Un oficio del siglo XX, en el que reúne buena parte de sus escritos cinéfilos publicados entre 1954 y 1960 para la revista Carteles y luego para Lunes de Revolución. En aquella época, Cabrera creó un personaje que era su álter ego cinematográfico: se llamaba G. Caín, nombre tras el que daba rienda suelta a sus delirios como crítico y comentarista de filmes. Caín, por supuesto, eran las primeras sílabas de sus dos apellidos, y con este juego de palabras (todos los escritos de Infante eran inmensos juegos de palabras) continuó firmando sus colaboraciones como guionista de cine.

La muerte de Caín se narra y se homenajea en uno de los últimos segmentos de dicha colección de divertimentos cinéfilo-literarios y, desde aquel momento ya veíamos el coqueteo persistente del escritor con el más allá, que Cabrera decidió retar siempre desde el más acá. Su cita con la muerte la camufló siempre en su casa de citas verbales. En 1964, Cabrera gana el Premio Biblioteca Breve con Tres tristes tigres y su leyenda comienza. Rompe radicalmente con el régimen de Fidel Castro y se refugia en Londres, donde desde su búnker de South Kensington se encarga de consolidar una de las obras más modernas y originales de las letras latinoamericanas de las últimas cuatro décadas. Pero su colaboración con el cine, a pesar de la muerte de Caín, no cesó. Tras el seudónimo de G. Cain (ahora sin la tilde) escribe en inglés los guiones de las películas Vanishing point, realizada por Richard Sarafian, y Wonderwall, realizada por Joe Massot, con música de otro desaparecido: George Harrison. Después, durante la década del 70, su matrimonio con la creación cinematográfica va a ser tortuoso y, según sus palabras, lo llevará a padecer un "nervous breakdown" por culpa de la escritura de un guión (no realizado) a partir de la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry. Los años pasaron y Cabrera se reconcilia con el cine, de nuevo, a través de la literatura: Arcadia todas las noches y, sobre todo, su estupendo Cine o sardina. La poderosa muerte se nos ha llevado al Infante, ahora sí difunto. Nos quedan sus textos, sus breves apariciones en la pantalla (Cachao, Conducta impropia, el documental sobre Ramón Mercader...), y queda Andy García con la inmensa responsabilidad de llevar a buen fin, a buen filme, La ciudad perdida, el último guión de Caín, a punto de ver la luz. Adiós, Guillermo Cabrera, 'but this is not the end'.

Humo en La Habana

Por Luis Fernando Afanador

Al igual que la literatura, el cine, La Habana o los juegos de palabras, el tabaco fue otra de las grandes pasiones de Guillermo Cabrera Infante. Y, en ese libro delicioso y lúcido que es 'Puro humo' -¿acaso hay alguno suyo que no lo sea?- consiguió reunirlas todas.

Puro humo es en realidad una traducción de Holy smoke que había escrito directamente en inglés 15 años antes y que en su oportunidad tuvo un gran éxito entre el público y la crítica anglosajona. Por la forma admirable en que un extranjero se apropiaba de la lengua de Shakespeare, Susan Sontag llegó a compararlo con otro caso notable: Vladimir Nabokov. Y, aunque Cabrera Infante colaboró en su traducción -excelente, por cierto- siempre prefirió Holy smoke, la versión original.

Puro humo es varios libros a la vez. Es la historia de Rodrigo de Jerez, un marino de la nao capitana que en 1492 descubre el tabaco al encontrarse con hombres-chimenea en Cuba; es una guía para conocer los mejores tabacos y los lugares dónde encontrarlos; es una crónica erudita de la relación entre el puro y el cine, el puro y la literatura. Y, también, la pasión y el placer de fumar: "El mayor placer de fumar está, por supuesto, en el humo. Un cigarrillo es una partícula colgada de tus labios y la pipa es todo dientes apretados y ninguna furia. Pero un puro es como una pasión: primero se le prende, luego arde rojo, violeta, violento, virulento, luego crea ascuas y cría cenizas: una pasión consumida". El buen fumador, como el buen amante, debe tomarse su tiempo con su puro. Orson Welles, en Ciudadano Kane, tiene un puro que es una novia.

En la portada del libro en español, Groucho Marx espera en un sofá a que alguien le dé fuego a su habano. Cabrera Infante dice que lo escribió por él, para convertir al puro en fuego y ceniza. Ahora que ha muerto, que su vida es una pasión consumida, puro humo, ya no habrá más habanos para este Infante difunto. No, no es para nada triste: nos quedan sus palabras radiantes y felices. Y una foto, la más bella, en la que el humo envuelve su rostro, lo trenza.

El disidente obstinado

Por Óscar Collazos

Mucho antes de que en Cuba produjeran disidencias entre intelectuales y escritores, Cabrera Infante se apartó del rumbo de la Revolución. Lo hizo en 1965, después de haber ocupado un cargo diplomático en Bélgica y de haber obtenido el Premio Biblioteca Breve por su novela Tres tristes tigres. Ya había publicado con éxito Así en la paz como en la guerra (1960) y Un oficio del siglo XX, la recopilación de sus originales escritos sobre cine.

Pocos intelectuales y escritores de prestigio habían elegido el camino de Cabrera en esos primeros seis años de la Revolución. Dos excepciones: Carlos Franqui y Néstor Almendros, discretos en su anticastrismo. Casi toda la intelectualidad progresista del mundo expresaba su solidaridad al régimen castrista. Algunos abandonarían el barco cuando empezó a navegar en aguas tormentosas. La palabra -censura y estigmatización- pasó a manos de los "intelectuales" de Verde Olivo (revista de las Fuerzas Armadas).

De 1968 a 1971, el viento de las disidencias sopló con más frecuencia entre escritores latinoamericanos y europeos que veían superada la fase romántica y el advenimiento de una política de intolerancias que tuvo su colofón en el Caso Padilla (1969-1971). Fueron los años en que Castro llamó "agente de la CIA" a Jean-Paul Sartre. Padilla parodió entonces los juicios de Moscú con una "autocrítica" que sólo se creyó Nicolás Guillén.

La disidencia de Cabrera Infante fue desde un principio sin pliegues. Castro se le convirtió en obsesión. Dormía casi con 'el enemigo'. Tanto, que perdía el sentido del humor que recorrió su obra por medio de paráfrasis y juegos verbales. Renunció al choteo y la jodedera, a ese encuentro entre el habla popular y el refinamiento erudito que lo convirtió en uno de los escritores más singulares de América Latina. Cabrera vivió su exilio como personaje de Hitchcock: alguien estaba a punto de acuchillarlo en la bañera. Prefirió Psicosis a La ventana indiscreta, que apenas abrió en un excelente capítulo sobre el 'rascabucheo' en La Habana para un Infante difunto.

La disidencia de Cabrera tuvo acento trágico, explicable en parte por el alejamiento de una ciudad que fue siempre el centro festivo de sus novelas y relatos. Se exilió de la noche a la mañana, sin expediente alguno en su contra, cuando regresó a La Habana a los funerales de su madre. Acompañó sus diatribas contra Castro con reacciones a veces paranoicas. Se sentía víctima de una conspiración que le cerraba las puertas que, por otra parte, le habían abierto las más prestigiosas editoriales del mundo. El hipocondríaco Cabrera, el más grande prosista cubano después de Alejo Carpentier, Novás Calvo y Lezama Lima, incubó el virus del anticastrismo y convivió con él hasta el día de su muerte.

Un mimo de mimo (de mímesis), in memoriam, maestro

Por Antonio García

Cinco y treinta de la mañana del veintidós de febrero, estoy triste. Anoche, chao, murió Cabrera Infante. Qué cagada, yo quería conocerlo, verlo cara a cara, decirle carajo, es usted un tigre. Ansió más cine que sardina (y sin inanición), Castro no pudo castrarlo, incubó a Cuba en su cubículo de Bruselas y cuando vino de bruces a Londres, exiliado, no le fue vedado El Vedado. La Habana que invocó no fue vana. Bacano.

Ahora que se fue, quisiera plantear que en este oficio de plumas plúmbeas la suya era un aeroplano. Que me gustaban sus párrafos sin fárragos (o con fárragos que eran como fanfarrias o farras). Que La Habana para un Infante difunto es inflamable, que Puro humo es la putería, que leí Mea Cuba a mil, que en sus Exorcismos de esti(l)o es Atila, el Uno. Decirle también que en mi biblioteca abultada de booklets, los suyos son de lujo.

Ayer fue un día gris. Lo primero que vi, casi al abrir los ojos, fue la noticia de que Hunter S. Thompson se había suicidado (¿se habría suicidado con un rifle Thompson? -¿una mise en abîme como las que abismaban a Caín?). Ese Thompson, que era un periodista drogo, sobrevivió a la sicodelia para luego volarse los sesos. Qué paradoja nada jocosa: Cabrera Infante, en cambio fumador, quería vivir, y murió. Tuvieron que minarlo una neumonía, un bypass, una diabetes, una caída con rotura de cadera y una septicemia.

Él, escéptico, había dicho: "Todo lo que sea póstumo, no me alegra. Me alegra todo lo que pueda ser celebratorio en vida, pero después de muerto no creo que yo vaya a aspirar a una especie de permanencia literaria, a una suerte de celebridad después de muerto. Eso no me interesa para nada". Ahora los hueros huevones de izquierdas y derechas, cubanos de Miami y Miramar, lo usarán de burda bandera. Pero la política no lo va a apolillar ni los homenajes lo van a ajar. Y cuando el cadáver de Castro crepite en su cripta, cuando los cubanos tomen cubalibres en el Tropicana, invadan Varadero y salgan de la cana, La Habana será el paradero de sus libros. Su lector natural, entonces, vivirá para leerlo. Sus palabras llegarán, por fin, a Cuba, con la prosa presurosa de sus novelas, la cáustica casuística, la gramática grata que descubre en cada página.

Claro, saldrán algunos a señalar, a ensañarse, a decir, ceñudos, que su obra era irregular. Sí, cierto, pero siempre sincera. Un estilo que si uno sintoniza, sigue leyendo como en caída libre, no libreteada. Cómicos académicos lo estudiarán como quien riega una flor con paraquat, pero su obra tendrá un paraguas, ninguno la podrá ningunear. Sus cenizas retornarán, su alma tendrá paz. ¿Tendrá la urna de sus cenizas una inscripción? ¿Será de su autoría? ¿Dejó Cabrera Infante una frase para su fin, un epitafio? Yo, un vil imitador, un fan fanfarrón, propongo: "Cubano incurable, sí fue a cine, no faranduleó ni faroleó, escribió bien, sufrió un sinfín y amaba a Miriam".

Lea el discurso de Cabrera Infante en el Premio Cervantes de Literatura en 1997