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Intentando paraísos

Catorce historias muy bien escritas que muestran las distintas variantes del amor y el desamor

Luis Fernando Afanador
30 de mayo de 2009

Elkin Restrepo
La bondad de las almas muertas
Panamericana, 2009
166 páginas

Elkin Restrepo es un creador cuidadoso de la expresión verbal y narra con la fluidez del cine. Vale decir, un poeta que cuenta historias. Así lo describe Darío Jaramillo en la contracarátula de La bondad de las almas muertas, un conjunto de 14 breves y buenos cuentos recientemente aparecidos en la colección Sólo para adultos de la Editorial Panamericana. Por supuesto que estoy de acuerdo con esa calificación que me ha hecho recordar una de las mejores definiciones que sobre el cuento hiciera el maestro Henry James: "El cuento se sitúa en el punto exquisito en donde acaba la poesía y empieza la realidad".

Hay en los cuentos de Restrepo un tono, una sabiduría de las pasiones humanas, una atmósfera que los unifica, no obstante sus particularidades. Esa es la primera impresión una vez hemos concluido su lectura. Lo cual podría ser una pista confiable para empezar a desovillar sus hilos narrativos. Hay historias muy bien definidas, pero eso no parece lo más importante porque la trama aquí ocupa un lugar secundario. Lo que interesa es acercarnos a un momento crucial de la vida de los personajes y, con ellos, asistir a una revelación, desoladora o luminosa. La peripecia interior es entonces el gran desenlace con el que nos vamos a encontrar, la verdadera "acción" de La bondad de las almas muertas.

El narrador del cuento Intentando el paraíso parece un tranquilo y acomodado hombre de clase media, que sale temprano en las mañanas a cumplir su rutina de caminar al aire libre por una ciudad todavía silenciosa y tranquila. Hasta el día en que se encuentra con dos jóvenes de vestimenta estrambótica que lo saludan como si fuera un viejo amigo -él nunca antes las había visto- y lo invitan a continuar con la rumba que no cupo en la noche: "Aún sigue la fiesta, te invitamos". El hombre de la sudadera no se resiste a la tentadora oferta de los dos 'pajarracos' porque a pesar de su sensatez y su sentido práctico, el espíritu de lo desconocido lo ha tocado. Y, ciertamente, en su apocada vida no había habido semejantes sensaciones eróticas y de libertad como las que pronto encontrará. En el cuento Confesión, Débora, una mujer que lleva 12 años de feliz matrimonio con León, acostumbra a celebrar su aniversario de bodas de una manera especial. Para no desentonar, esta vez no quiere celebrarlo en su país sino en la lejana Nueva York y alojarse en el prestigioso Hotel Plaza, cueste lo que cueste. Pero una inesperada lluvia de otoño los recluirá en su jaula de oro y empezará a ensombrecer no sólo el dorado aniversario, sino algo que parecía a toda prueba, la solidez de su relación: "Entonces, aunque era una estupidez, una idea sin asidero, a Débora se le ocurrió pensar que el curso de las cosas tenía que ver con ella y que si en Nueva York llovía de ese modo (una verdadera catástrofe), era por su culpa".

Vidas mediocres a las que les ha ocurrido algo importante, algo que implicará un cambio cualitativo, una toma de conciencia que no les permitirá volver a ser los mismos, para bien o para mal. Hablaríamos de epifanía, si dicha palabra no sonara un tanto exagerada para personajes que no cambiarán el curso de la historia ni de nada. Si acaso, el curso de sus monótonas existencias. Aunque esto último tampoco lo sabremos. En la mejor tradición chejoviana, donde no hay comienzos ni finales efectistas, los cuentos de Restrepo terminan en un anticlímax y en una ambigüedad que constituye su riqueza literaria. En Vecinos, por citar sólo un ejemplo, lo más importante, la relación del narrador con una adivina de pacotilla -que el lector intuye turbia y fascinante- jamás será contada. Esa es la trama secreta, el iceberg que le da profundidad y consistencia.

Las ambigüedades no son sólo formales. En estas historias, el deseo y el amor resplandecen en toda su intensidad. Al precio de ver sin eufemismos su deterioro y su inevitable extinción. Y está bien así, no hay lugar a quejas: desde el título mismo nos advirtieron de la bondad de las almas muertas.