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Joaquín Sabina: Adorable pesimista

Cuando se creía que Joaquín Sabina ya había escrito sus mejores canciones, rompe el silencio de siete años con una nueva obra maestra.

Juan Carlos Garay
8 de abril de 2017

No se necesita tener una discografía descomunal para entrar al parnaso de los grandes cantautores. Sucede con Joaquín Sabina: sus primeros discos son como borradores, con algunos aciertos, con una instrumentación indecisa, pero sobre todo con la promesa de que algún día todo ese lirismo contenido iba a estallar.

Y estalló. Vinieron dos álbumes asombrosos que son Física y química (1992) y Esta boca es mía (1994) y supimos de lo que era capaz: un trovador con todo el dominio de la palabra para cantar sus pecados y su excesos, o de hacer historias sórdidas en tercera persona o retahílas como Más de cien mentiras en que enumera en siete minutos todo aquello que le impide cortarse las venas.

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Un maestro del verso, en fin, que prácticamente hacía lo que le viniera en gana. Pero los buenos discos fueron espaciándose. Su experimento de componer a cuatro manos con Joan Manuel Serrat generó en 2012 La orquesta del Titanic, que es un bonito documento porque los queremos a ambos, no porque las canciones sean trascendentales. ¿Y antes de eso? ¿Vinagre y rosas, de 2009? Me quedo con lo que escribió el crítico Juan Puchades: “Una obra irregular, más impregnada de vinagre que de esencia de rosas”.

Y de pronto, justo cuando muchos pensábamos que lo mejor de Sabina ya había pasado, aparece este discazo que es Lo niego todo. Los medios españoles han insistido en que fueron “siete años de silencio” y recuerdo haber leído en alguna parte que anduvo con bloqueo de escritor. Así que después del bloqueo se destapó una catarata de rimas, nacieron 12 canciones que fueron grabadas con relativa rapidez, y el disco estuvo listo en pocos meses.

¿Qué lo diferencia de aquellas obras maestras de los noventa? La distancia, el hecho de situarse en un punto de la vida en que son más los recuerdos que los anhelos, y la capacidad para encontrarle la belleza a lo que la mayoría clasifica como amargo y gris. “Sobran lunes por la tarde, faltan novios en los cines”, observa Sabina en una de las canciones más bellas del disco, la oda a una primavera que le llega a sus 68 años: “Líbrame del sueño eterno, da cuerda al despertador, ponle cuernos al invierno por favor”.

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Y en términos generales el ejercicio de preguntarse por la identidad propia. Joaquín Sabina ha hecho de sí mismo un personaje: bohemio, irreverente, sórdido. Funciona para hacer canciones, y lo respalda con esa voz de nicotina (que, por cierto, cada vez maneja mejor: en este disco logra pasar de crooner a cowboy o a cantaor flamenco). Pero al cabo de tantos años el personaje parece haber cubierto por completo al creador, y ese creador es el que sale a hablar en el tema que da título al álbum: “La leyenda del suicida, la del bala perdida y la del santo beodo. Si me cuentas mi vida, lo niego todo”.

Todo esto viene acompañado por un desfile variado de géneros musicales. Las letras de Sabina se acoplan a la ranchera, al blues, al reggae, a la rumba flamenca… Sin duda los siete años de silencio han dado la mejor cosecha, aunque el resultado tenga casi todo el tiempo un tono pesimista. Pero resulta que hay autores a quienes el pesimismo se les ve muy bien, y Sabina es uno de ellos.

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En su disco Alivio de luto (2005) había hecho una versión libre de un tema de Leonard Cohen, a la que llamó En pie de guerra. En este discazo nuevo se parece más aún a Cohen, a eso que tenía Cohen de crudo sin dejar de ser formal: “Mirar en dos espejos fue un espejismo / Es no cerrarse puertas por donde huir / Ser uno más a la hora de ser tú mismo / Uno que solo apuesta si es porque sí”.