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Juan Villoro, durante su participación en el Hay Festival en Medellín. | Foto: Archivo particular

HAY FESTIVAL

Los jerarcas del fútbol actúan como dictadores: Villoro

El escritor mexicano Juan Villoro hizo una parada en el Hay Festival en Medellín, para reflexionar sobre la violencia, los orígenes y lo que significa el fútbol, el deporte más popular del planeta.

28 de enero de 2015

Juan Villoro tenía 9 años la primera vez que entró a un estadio a ver jugar a los Pumas. Iba de la mano de su padre, un filósofo que ni en los momentos más intrascendentes de la vida era capaz de dejar su profesión engavetada en el escritorio. De cualquier cosa filosofaba.
 
Cuando salía a la cancha el equipo rival, que naturalmente era recibido con abucheos y puteadas, don Luis Villoro Toranzo se levantaba indignado de las graderías y gritaba, “¡pero si son nuestros invitados, antes los tienen que aplaudir!”, decía, mientras alrededor los hinchas lo tildaban de demente.
 
Don Luis, doctorado en filosofía en la facultad de letras de la Unam, un estudioso de la revolución de independencia, del indigenismo, uno de los pensadores más importantes de México, era tan primitivo como para sentarse en unas graderías a ver a los Pumas con su hijo Juan, pero tan civilizado al mismo tiempo como para preguntarse qué sería del equipo de uno sin los rivales: “sin los enemigos no habría juego posible”, repetía.
 
Esa especie de pedagogía forzosa influenció a Juan Villoro desde niño y decantó lo que sería su relación literaria con el fútbol. Javier Marías, hincha confeso del Real Madrid —cuenta Villoro sentado de cara a un auditorio a reventar— escribió alguna vez sobre el equipo que más odia: el Barcelona.

Palabras más, palabras menos, Marías decía en aquel texto que no había nada más gozoso que vencer al Barcelona, para lo cual, por supuesto, se necesitaba de un Barcelona fuerte, digno, que jugara bien; un Barcelona que engrandeciera los méritos del contendor, pues no es lo mismo ganarle a un equipo cualquiera que a uno que se respeta. Y fue bajo el influjo de ese argumento que Marías, tan blanco y tan merengue hasta los tuétanos, que terminó su escrito arengando: “¡larga vida al Barcelona!”.
 
Pero ojalá el fútbol fuera tan ilustrado. La realidad ha demostrado que la violencia en los estadios no conoce de límites. “Y eso ocurre porque las personas tienen dosis naturales de violencia, es una utopía pensar que el ser humano puede permanecer en un estado de iluminación pacífica de manera ininterrumpida; somos una especie depredadora. La violencia existe y la respuesta a la violencia no es negarla, sino tratar de encausarla”.
 
Bajo esa lógica, dice Villoro, la actitud ética del hincha debe ser la de la resignación. “El aficionado esta ahí para soportar lo que suceda. Es una especie de héroe de la paciencia. Para el hincha de un club perdedor, el fútbol puede ser una maravillosa escuela de estoicismo, decía Bioy Casares. O sea, te conviertes en un filósofo estoico de tanto que pierdes tu equipo. No te queda más remedio que contemplar la adversidad con una paciencia y una sabiduría casi budista”.
 
Pero la cosa no es tan sencilla. Muchas veces al aficionado, entonces, le brotan ánimos de cobrar venganza, en parte porque el fútbol mundial vive una crisis de representatividad. Y en eso Villoro habla fuerte, sin contemplaciones: “Pensemos en la organización mundial de fútbol.  Estamos ante uno de los casos de corrupción política mas grandes del planeta. Curiosamente las democracias han aceptado como una asociación de república bananera a las organizaciones del deporte”.
 
Pero además de fuerte, lo dice con nombres propios: Joao Havelange estuvo 26 años al frente de la FIFA; Juan Antonio Samaranch, 21 años comandando el Comité Olímpico Internacional; José Sulaimán, 30 años en el Consejo Mundial de Boxeo. Y Joseph Blatter nada más que 16 años en la FIFA. “En términos de esas mafias, Blatter es un recién llegado”, dice.
 
Villoro nombra a Julio Grondona, quien fuera presidente de la Asociación de Fútbol Argentino (AFA), como “el gran mafioso del fútbol” de ese país.  Y no le sobran razones. Lo dice por la manera en que los grandes jerarcas del fútbol imponen sedes, aceptan sobornos, evaden declaraciones fiscales y violan todo tipo de reglamentos. “La violencia mayor del fútbol está en los palcos, no en la cancha ni en las gradas. ¿Y qué queda? El aficionado, el que ve el abuso que cometen los directivos y que a lo mejor reflexiona: ‘por qué yo, que soporto la lluvia, las derrotas de mi equipo, ¿me voy a comportar bien si ellos no lo hacen?'”.
 
Por eso —dice Villoro con una entonación mexicana que hace que la palabra “fútbol” suene a “futból”, con acento en la “o”—  es necesario recuperar el contacto con el origen de los tiempos, con eso que fuimos alguna vez: una tribu con caras pintadas encandilada con el fuego, esa misma que grita y lanza consignas dentro de un estadio. El futból, como lo pronuncia Villoro, permite desahogar energías que están dentro de nosotros. Comprender que somos en cierto sentido tribales, puede ser útil para encausar la violencia hacia otros actos que incluso nos permiten conocer nuestra identidad.
 
Manuel Vásquez Montalbán, recuerda, escribió alguna vez que el Barcelona “era el ejército desarmado de Cataluña”. Y es que durante el franquismo, el Camp Nou, recinto deportivo del Barcelona, era uno de los pocos espacios donde se podía hablar catalán, lo que lo convertía en un símbolo de la identidad.
 
Y también en un símbolo de la historia personal. Villoro no salió hincha de los Pumas como su padre. Le va al Necaxa, como don Ramón, el de la vecindad del Chavo. Pero lo que le ha venido por herencia es el modo de hablar como un filósofo, pero un filósofo del futból, un profeta con barba y ya casi calvo, que dice que los jugadores no están ahí en la cancha para practicar un ejercicio, sino para representarnos y que eso es lo que nos conmueve del juego cuando somos aficionados. “Ellos son los nuestros, son los once de nuestra tribu. Y están ahí para que deleguemos en ello lo que somos. Hay un regreso a la especie, pero también al niño que fuimos, al origen del bien y del mal, de cuando creíamos en que los héroes eran posibles”.
 
Porque parte del éxito del fútbol es su imperfección, repite Villoro frente a un público que no le quiere perder una sola palabra. Dentro del gentío está Luis Fernando Suárez, el técnico de la selección de Honduras en el pasado Mundial, escuchando silencioso lo que por momentos parece una cátedra en una universidad del futból, si es que aquello existiese.

Y a nadie parece importarle que las citas de Villoro sean largas y densas, porque en ellas se podría resumir un poquito la vida de cualquiera: “Qué sería del fútbol sin sus carencias. El arbitro es un pobre hombre obligado a estar a dos metros de la jugada, pero que no siempre lo logra, porque llega exhausto, porque el sudor le nubla la vista y solo cuenta con fracciones de segundo para decidir la suerte del partido. Y muchas veces se equivoca. El futból admite el error, eso es primitivo, pero también es civilizado, en la medida en que entendemos que el mundo no es perfecto, que hay cosas imponderables. La justicia no siempre nos cae del mejor modo: no merecemos un cálculo renal y de pronto tenemos un cálculo renal. Si el arbitro no se equivocara, el futból no solo sería menos divertido sino que sería menos digno, porque el error forma parte de nuestra esencia como seres humanos. El futból es una actividad en la que 22 hombres tratan de ser semidioses, y solo uno intenta ser hombre: el arbitro, que es el que se equivoca”.
 
Villoro entendió, sin embargo, que en Argentina hay una forma de pasión que se asemeja a la ópera italiana. “El argentino dice ‘soy del Boca’. Y yo, en cambio, digo ‘le voy al Necaxa’. El Necaxa es un equipo de muy pocos seguidores, todos nos conocemos de nombre y de apodo. Dicen que cuando uno pregunta a qué horas juega el Necaxa, del estadio te contestan, ¿a qué horas pueden venir?”.
 
Irle al Necaxa es sinónimo casi de ser neutral. Cada vez que don Ramón, el de la vecindad del Chavo, estaba metido en una discusión complicada decía que le iba al Necaxa, como una manera de no entrar en polémicas. De eso se acordó Villoro una vez, estando en el estadio Monumental de River, en un clásico contra Boca. Alguien de los aficionados le reconoció el acento mexicano y entonces le preguntó:
 
—Me han dicho que en México el equivalente de un hincha de River se puede sentar al lado del equivalente de un hincha de Boca y no se matan, ¿es verdad?
 
—Sí, claro —contestó Villoro de forma casi natural— en un partido entre América y Guadalajara, tú ves a los hinchas juntos, compartiendo tortas. Somos bastante pacíficos y nos llevamos bien.
 
El aficionado argentino se quedó mirándolo con una cara en la que se mezclaba el asombro y la incredulidad. Y fue entonces cuando le replicó ofuscado:
 
—¡Pero qué degenerados!