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JUEGOS PELIGROSOS

El tema de la ciudad reaparece en el último montaje presentado por la Casa del Teatro Nacional

14 de julio de 1997

Ruleta Rusa es un canto de soledad, de callejones cerrados, de jóvenes de mirada tierna y corazón oscuro, de momentos ciegos sin futuro, de recuerdos amarrados obsesivamente a la piel, de cuerpos errantes, de pistolas al final de los callejones, de preguntas sin respuesta como botellas echadas al borrascoso mar de las ciudades. Con estas constantes se ha hecho y rehecho el particular mundo del dramaturgo y director Víctor Viviescas en obras como Prométeme que no gritaré y Nadie en el mundo es eterno. Pero así como se pueden determinar en ellas constantes reconocibles, también son claras las diferencias entre las dos primeras y esta última. Mientras en Prométeme, la historia de una pareja suicidada en un bar de mala muerte, y Nadie es eterno, con su tribu de adolescentes casados desde su nacimiento con la muerte, existía una referencia clara a las barriadas de Medellín, a sus muchachos 'atravesados', a la poesía oscura de la calle, al lenguaje febril de las esquinas, en Ruleta la obra pasa a ocupar un no lugar en una temporalidad suspendida sobre el tiempo real. En este espacio representado por una bodega inmensa, vacía, fría, dos jóvenes se ven abocados a su no futuro, a los quebrantos del lenguaje, a los delirios de la carne como único lugar de encuentro cuando el pasado es tan confuso y pesado como el porvenir, hasta que la llegada de un tercero viene a romper la calma chicha de la desesperanza. El motor de la obra es un juego de ajusticiamientos: ¿quién puede tirar la primera piedra sobre un supuesto culpable en un mundo que no deja de moverse, en el que el norte muy bien podía quedar en el sur y donde la gente no habla sino que ladra? En estos casos la justicia sólo podría cumplirse cabalmente según los caprichos azarosos y crueles de una ruleta rusa, el único sistema igual de absurdo y descarnado que la realidad. En toda esta exposición de un tema moderno, sin embargo, se pueden rastrear motivos tan clásicos como el tema de la espera, el de la irrupción de un tercero desencadenador de tragedias, el del sacrificio de un chivo expiatorio necesario para que el mundo recobre la armonía y pueda volver a girar. Sin embargo el interesante texto de esta propuesta se pierde en una puesta en escena que no logra construir espacios dramáticos definidos, donde los actores no parecen girar sobre ejes claros, donde los movimientos se pierden, donde los objetos no se usan ni significan. Esta falta de fuerza de gravedad dramática se revela sobre todo en las interpretaciones poco sentidas de unos jóvenes actores que sólo arañan los parlamentos sin lograr nunca interiorizarlos y crear personajes que rujan con la fuerza que el texto parece sugerir. Y sobre todo falta en este montaje la poesía desesperanzada de otras obras del mismo director que aquí apenas si alcanza a ser recitada. Sin embargo la entrada del magnífico actor Fernando García logra por momentos servir de catalizador a todos los elementos adyacentes llevándolos a un crescendo, que sin embargo casi nunca logra resonancia en sus jóvenes acompañantes. Por todo esto, esta obra termina siendo una evocación débil de sus interesantes antecesoras. Esta puesta en escena, en todo caso, contribuye con otro grano de arena a un tema que parece importarle cada vez más al teatro nacional contemporáneo como lo es la ciudad, las aventuras de sus antihéroes en la jungla de ratas y concreto, y a la creación de nuevos personajes más allá de los estereotipos rurales manejados hasta el cansancio por el teatro de los 70. El montaje de esta obra ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia de Colcultura es el resultado de una coproducción de la Casa del Teatro Nacional y el Teatro Vreve, un proyecto inaugurado para esta ocasión por Víctor Viviescas, con el que se propone continuar sus experiencias dramáticas.