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A R T E S    <NOBR>P L A S T I C A S</NOBR>

Juntos pero no revueltos

Nancy Friedemann, Ruby Rumié y Luis Hernando Giraldo compiten con sus obras en la Galería Diners

Fernando Gomez
31 de julio de 2000

Nada de “uno para todos y todos para uno”. En la galería Diners —calle 70A con carrera séptima— hay una guerra. Las obras de tres personajes, de tres felices artistas —Nancy Friedemann, Ruby Rumié y Luis Hernando Giraldo— se baten a golpes cada vez que alguien las observa; cada obra pelea —y lucha con todo— por sobresalir, por ser la mejor, por mostrar sus atributos en la batalla; un acabado perfecto con acrílico, el magnífico uso de este o aquel material; el impresionante contenido político de una serie. La galería es un campo de combate, una carrera que se desarrolla delante de los ojos de todo el mundo; esta exposición, lejos de ser una amistosa colectiva, es una competencia.

Todos contra todos

En los últimos tiempos la presencia de un galerista o un curador —o ambos personajes— capaz (o capaces) de darle un sentido armónico a un grupo de artistas se ha convertido casi en un hecho, en una actitud indispensable. El protagonismo de este tipo de personajes en ocasiones supera al de los mismos artistas; su inteligencia, su capacidad de organizar es la que le entrega valor —y peso— a las exposiciones. Y ese sentido de orden es evidente; cuando se trata de una exposición individual se destaca tal o cual aspecto de la obra del involucrado (la tauromaquia de Botero, la escultura de Picasso, los dibujos de Moore); en el caso de una colectiva la solución se debate entre un tema específico (la violencia en Colombia, la influencia del impresionismo en la Argentina) o el toque nacionalista (arte brasileño de las últimas dos décadas, artistas cubanos en el exilio, arte chicano) o, en últimas, la magia de una escuela o una generación (cubistas, fauvistas, cinéticos, constructivistas, impresionistas).

La exposición de Diners no tiene ese tipo de ambiciones. Y eso, en cierta medida, está bien. La muestra no tiene ese anhelado ‘marco teórico’ pero gracias a ese pequeño ‘descuido’, deliberado o no, cada artista tiene que defenderse por sí solo y no depender de un discurso; son tres exposiciones individuales bajo un solo marco, cada obra tiene espacio, no se confunde con las otras (están en salas separadas), pero le dan la oportunidad al espectador de criticar a viva voz lo que ve; le dan la oportunidad de confrontar un trabajo con otro, “me gusta más Giraldo, me gusta más Friedemann, me encanta Rumié; de los tres este me parece más agudo, esta tiene mejor técnica, esta otra es más inteligente”. Los comentarios se pueden multiplicar. Hay de dónde escoger. Giraldo se la juega con una manifestación política; con una carta de protesta. Su serie, El jardín y las espinas, es una postura —política, estética— frente al país —frente a la violencia— que, por suerte, no se deja llevar por lugares comunes (salvo, tal vez, por un lienzo —que además es uno de los mejores— fijado con balas de fusil). Sin embargo Giraldo, fiel a su lenguaje de trazos breves, cortos, presenta un mundo aterrador, fuentes de las que no brota agua sino sangre, bustos con el rostro de un amigo asesinado hechos con una delicadeza casi irónica; la muestra está llena de gestos pictóricos, poéticos, como esos trozos de papel kraft, rasguños de un dibujo más grande, pegados en la pared. Giraldo quiere denunciar un universo terrorífico pero, en realidad, deja sobre el lienzo, sobre el papel, sobre las paredes de la galería, algo mucho más profundo que su rabia. Después de todo, si Los fusilamientos del 3 de mayo fuera una mala pintura, ¿a quién demonios le importaría? El discurso de Giraldo es primitivo, todo el mundo se queja de la violencia pero lo que salva su obra es la forma en la que propone ese discurso. Y esa forma de proponer un discurso, de manejar una idea y solucionarla de una forma sorprendente, agradable, está en la obra de Nancy Friedemann (finalmente, a todos los artistas, desde los salvajes de las cuevas de Altamira hasta los contemporáneos más radicales, los une esa pasión por opinar de lo que sea con formas y colores, con óleos o con acrílicos, con objetos o con lienzos).

Friedemann se propone crear una metáfora del funcionamiento del cerebro, y lo hace a través de un marcador, un marcador de tinta roja que se desliza sobre un papel transparente y deja una estela de frases manuscritas que se unen en espiral, en círculos, en dibujos que van llenando el papel y dejan al descubierto ese funcionamiento caótico en el cerebro de cada persona; porque son frases que no esconden ningún discurso, frases de Cien años de soledad que de pronto quedan unidas con las de sor Juana Inés de la Cruz, palabras que van y vienen, razonamiento, amor, confianza...

Y bueno, queda por hablar de la obra de Ruby Rumié y, también es el momento de detenerse, porque sus cuadros —acrílicos sobre lienzo— están resueltos con tremenda habilidad técnica pero su interior se convierte en un misterio. Y después de todo cualquiera tiene el derecho de resolverlo a su manera. Esa es la gracia de la exposición.