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LA AGUJA EN EL PAJAR

Desenterrar la pintura del colombiano Darío Jiménez que en su época pasó sin pena ni gloria, un hallazgo para la exposición más interesante del momento.

20 de abril de 1987


Debe ser porque la modernidad consiste en perderle "misterio" a las cosas o porque la historia del arte se escribe casi siempre "oficialmente" dejando a un lado a los marginales que no brillaron en su momento, por lo que el arte colombiano no se haya nutrido de la figura y lucidez de Darío Jiménez, pintor nacido y muerto en Ibagué, pero sobre todo vivido en los tormentosos primeros 80 años de este siglo.

"Es bruto como un pintor", dicen los agudos franceses, que vuelven norma esa cierta ignorancia y espíritu silvestre afín a los artistas visuales. Excepciones como Dario Jiménez y como otros más confirman que cuando un pintor es culto, piensa y sobre todo es sordo a las sirenas de su tiempo, logra pasar derecho a sus contemporáneos en la muy larga carrera de la historia.

En la Biblioteca Luis Angel Arango de Bogotá, al ver hoy esta antología de la pintura de Jiménez se comprueba lo miope que puede ser una época en sus clasificaciones: hoy él parece más nuevo y joven y significativo que muchos de sus contemporáneos, que seguían, aunque parezca una contradicción, modelos vanguardistas del momento. Este tolimense oía otro tambor y por eso más de uno, incluida Marta Traba, pensaron que se trataba de un provinciano arcaico. El, por fortuna, tenía tal sentido del humor para relativizar toda esa época (años 50 al 70) en que el arte pretendía escribirse con mayúsculas y tocar las dos puertas por las que se accedía al reconocimiento: una, la del nacionalismo, con la retórica de los valores y problemas del momento, haciendo política de caballete o preferiblemente de mural, y la otra, la del abstraccionismo, en la que la obra debía tener un acento internacional. Una y otra conducían a un mismo salón donde había recepción inmediata mucho coctel donde entretener a estos incautos, para que no llegaran con un trabajo al salón de la pintura universal, en el cual hay muy poco cupo disponible.

Pues Dario Jiménez resolvió jugársela toda a su intuición: con una libertad que sólo son capaces de manejar algunas mujeres que desprecian los prejuicios de la figuración social y las buenas costumbres --en Colombia Débora Arango y María Villa, dos "provincianas" también--, él buscó pintar lo que pensaba y sentía, coincidiendo con los temas clásicos del erotismo, el misticismo y el simbolismo universal que ciertos gestos locales tienen, todo tratado en el color y el espacio, con profundidad, misterio y originalidad. Como lo muestra la curaduria hecha con rigor por Carolina Ponce de León, hay una sorprendente cercanía entre Jiménez y contemporáneos suyos como Fernand Léger, Max Beckmann, el aduanero Rousseau o el mismo Picasso. Todos inventores de una simbología personal que ha terminado por expresar más vívidamente su época que los hechos históricos mismos. Y pensar que este talla-mundial --que medía uno con noventa de alto-- hizo tres exposiciones en vida, mientras los "maestros de la academia", los pintores oficiales de todos los cuatrienios rellenaban metros cuadrados a cambio de cuotas del snobista erario público reservado al arte.

En su independencia de cualquier "apolillamiento", como lo llamaba, reconocía a dos maestros de su formación en bellas artes, dos "menores", tal como él, mejores que los reconocidos: Ignacio Gómez Campuzano y Carlos Correa, igualmente de provincia como el propio Jiménez. Ellos también aplicaban las nociones de la academia y las superaban al soltar su mano para dejarla expresar lo estrictamente personal, "lo mejor que conocían era a ellos mismos", como decía Frida Kalho.

Los dos pisos que forman esta exposición, la variedad de temas y formatos, esa sensación única de color que proyecta, son, a escala, como para el pintor fue ver "Fantasía" de Walt Disney: una buena síntesis de lo que el arte puede hacer.--