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LA BABEL COLOMBIANA

Por tradición Colombia es considerado un país de poetas, pero también se está convirtiendo en un país de traductores.

10 de noviembre de 1997

La fama de que Colombia es un país de poetas creció con el siglo de la misma forma en que se expandió la idea de que Bogotá era la Atenas suramericana. Pero aunque vistas desde el borde de 2000 las dos sentencias resulten tal vez desproporcionadas, nadie duda que tienen mucho de cierto, por lo menos en cuanto a los poetas se refiere. Lo que pocos se habrían atrevido a imaginar es que Colombia se esté convirtiendo también en un país de traductores.
No es que antes no los hubiera. Hace casi 50 años la generación de intelectuales que maduró alrededor de la revista Mito, con Jorge Gaitán Durán y Hernando Valencia Goelkel a la cabeza, le demostró al país que era posible cultivar en Colombia el oficio de la traducción literaria con igual o mayor altura que el practicado en España y Argentina, naciones tradicionalmente líderes en la materia. Sin embargo, con excepción del propio Valencia, que vertió al castellano piezas ilustres de escritores como Joseph Conrad, Stendhal y Sterne, y de Andrés Holguín, a quien se le debe, entre otras cosas, la traducción de una completa antología de poesía francesa, la mayoría de los traductores trabajaban para su propio beneficio en la tarea de pulir el oficio de la escritura, o bien sus traducciones no pasaban de la publicación en revistas como Mito y Eco. La industria editorial era tan incipiente que si ya era difícil apostar por obras colombianas era prácticamente una utopía pensar en formar una industria de la traducción.
Fue el desarrollo de la industria editorial, sucedido sobre todo en el último decenio, el causante de que una nueva generación de traductores haya hecho su aparición. El Ancora Editores, con sus ya tradicionales títulos de poesía, narrativa y ensayo traducidos por Nicolás Suescún, Alvaro Rodríguez, Luis Fayad, Rafael Gutiérrez Girardot, Otto de Greiff, entre otros, sobre obras de autores como Verlaine, Rimbaud, Nietzsche, Hölderlin, Valery, Poe, Yeats, T.S. Elliot, De Moraes, Baudelaire, Conrad, Pierce, Goethe y James, marcó de alguna manera el camino del oficio hace unos 15 años con resultados actuales sorprendentes. Pero sería la Editorial Norma la que le daría el impulso definitivo a una industria que ha empezado a crecer hasta equipararse con colosos como Argentina y España.
Como en casi todos los proyectos, la casualidad jugó un papel de primer orden. En 1989 Norma se dio a la tarea de editar una colección de literatura a precios módicos para cubrir el mercado escolar. Pero la negociación con las editoriales extranjeras fue tan complicada que el editor encargado, Iván Hernández, decidió tomar el camino, si se quiere, más arriesgado: reunir un selecto grupo de escritores, poetas e intelectuales colombianos con muy buena formación en lenguas extranjeras para realizar traducciones nacionales. Esa colección es Cara y Cruz y el experimento fue tan bueno que la serie ya lleva más de 100 títulos, de los cuales un buen número son traducciones del inglés, el francés, el italiano, el portugués, el alemán y el ruso. Hoy el equipo de Norma no sólo traduce para Cara y Cruz sino también para sus diferentes áreas de ensayo, filosofía y literatura en general. "Hace apenas ocho años nadie pensaba en la traducción como un oficio, comenta Iván Hernández. Hoy contamos con por lo menos 15 traductores de planta que han tomado su trabajo como una profesión".
Desde su sede en Medellín, Hernández ha logrado conformar un equipo que ya empieza a ser respetado en países tan exigentes como Argentina y México. Carlos José Restrepo, Héctor Abad Faciolince, Elkin Obregón y José Manuel Arango encabezan este grupo antioqueño que de alguna forma comienza a sentar las bases del oficio, lo cual no quiere decir que en Bogotá, paralelamente, no hayan surgido intelectuales menos diestros. Escritores como William Ospina, Julio Paredes y Andrés Hoyos, por ejemplo, también hacen parte de esta generación que busca consolidar el oficio como una de las principales virtudes del talento creador colombiano.
Sin ir más lejos, Andrés Hoyos ha continuado con la revista El malpensante, de la cual es director, la tradición de Mito, y no hay número que no incluya menos de tres traducciones literarias entre cuentos y poesía. "Si no queremos ser provincianos, comenta Hoyos, tenemos que acercarnos a autores a los que de alguna manera el lector colombiano no tendría acceso. La lista de autores importantes que no han sido traducidos al castellano es tan grande que es ridículo esperar a que lo hagan en Argentina o España. Nos toca a nosotros emprender esa tarea". William Ospina, por su lado, después de devanarse los sesos con un autor tan complicado como Flaubert, se obsesionó por Shakespeare. Por puro oficio literario hace unos seis años empezó a traducir algunos de sus 154 sonetos. Cuando completó 20, Guillermo González, director de la revista Número, decidió publicarlos. El éxito fue tal que a pesar de que no existe todavía un plan serio, por su cabeza ha empezado a surgir la idea de traducirlos todos. "Lo importante de que surja el oficio de la traducción en Colombia no es sólo la factibilidad de leer en nuestra lengua obras fundamentales de otros idiomas, dice Ospina. La trascendencia radica en que la traducción enriquece el castellano, abre sus fronteras hacia nuevas posibilidades. De cada traducción el idioma sale renovado, revivificado".
Aunque cada uno de los creadores aborda el oficio de la traducción de manera diferente existen varios puntos en común que los identifican. El primero de ellos es que antes que la traducción literal es mejor captar el espíritu del texto, comprender al autor y percibir su intención. El segundo, que la traducción de prosa y poesía es diametralmente diferente, por las complicaciones métricas y rítmicas del verso en contraste con la aparente libertad que ofrece la prosa. Y el tercero, que el traductor es, al mismo tiempo, un coautor del libro, pues de alguna manera el texto traducido hay que volverlo a componer. "Por supuesto, opina Hernández, esto casi nunca se entiende en su verdadera dimensión, pues si la traducción resulta muy buena, el mérito casi siempre se lo gana el autor; si resulta mala, la tendencia es culpar al traductor".
Para algunos, como William Ospina, traducir es tal vez más difícil que escribir. "Uno está sujeto a las indicaciones del autor, a interpretarlo de la manera más exacta posible, mientras escribir le brinda a uno cierta libertad, cierta independencia". Otros, como Andrés Hoyos, no están muy de acuerdo, pues "es esa libertad la que, de alguna manera, condena al escritor, mientras la traducción ofrece casi siempre tablas de salvación".
Pero más allá de la polémica sobre el oficio lo cierto es que en Colombia la traducción está siendo tomada muy en serio, tanto por los intelectuales como por las editoriales, en una especie de matrimonio del cual deben esperarse buenos hijos en el futuro. La calidad de los traductores ha coincidido con el interés de las editoriales. A El Ancora y Norma se le han unido empresas como Panamericana y Arango Editores, las que empiezan a mirar con confianza un trabajo que hace apenas 10 años era más una labor personalísima del escritor que una profesión con perspectivas de expansión.
Hoy Colombia está a la par con Argentina y España, entre otras cosas porque según algunos expertos el castellano colombiano es más neutro que el de sus hermanos latinoamericanos, un factor que ha generado el interés del continente por las traducciones colombianas.
"El traductor es con certeza el único auténtico lector de un texto. Sin duda más que cualquier crítico, tal vez más que el mismo autor. Porque de un texto el crítico es solamente el fugaz pretendiente; el autor, el padre y el marido, mientras que el traductor es el amante", escribió Gesualdo Bufalino en su serie de reflexiones reunidas bajo el título de El malpensante. Si la insinuante sentencia es acertada, qué mejor que Colombia se colme de amantes, no sólo para bien de sus lectores sino para bien de la literatura nacional y sus vientos de renovación generacional.