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LA CIUDAD Y LOS CARROS

La Galería Garcés Velásquez expone la obra reciente del brasileño Rubens Gerchman, un pintor que se ha convertido en cronista de las urbes modernas.

15 de junio de 1992

AUNQUE ES UN VERDADERO TRaiamundos, capaz de armar en poco tiempo su maletín de viaje, Rubens Gerchman echó raíces en Rio de Janeiro. Allí nació hace 50 años, y allí tiene una casa con amplios ventanales. Algunos dan a la montaña. Otros, al mar. Pero Gerchman no se inspira mirando el mundo a través de la ventana. Se inventó una claustrofobia que le impide permanecer en su estudio por mucho tiempo. Y se inventó un arte que habla de la gente. De las multitudes que invaden las playas de Rio, de las parejas de cartageneros que se besan junto a las murallas, de los conductores que pelean contra el tiempo frente a los semáforos. Pero habla de la gente, y no se detiene a recrear la arena del mar ni las murallas impregnadas de salitre.

A Gerchman le interesa el hombre anónimo que besa porque siente el deseo de besar. El hombre que besa de afán, aunque bese con ternura, porque en el mundo moderno no hay mucha calma para el amor. Le interesa el conductor que se mueve por una calle de Caracas o por una avenida de Hong Kong. El chofer que se desespera en una congestión, o el que se refugia con su amada en el interior del auto para hacer los planes del día siguiente.

Rubens Gerchman aprendió a pintar en la calle.
Plinio Cipriano, su maestro, lo montaba en los trenes urbanos para que adivinara en cada pasajero el papel que representaba en esa obra cotidiana de la vida.
Su pintura, por eso mismo, es a la vez una crónica de lo que sucede en las calles, en el interior de los autobuses donde la gente pasa tanto tiempo cada día, en los parques...

La galería Garcés Velásquez, de Bogotá, expone actualmente la obra reciente de este pintor brasileño que empezó a ganar salones y reconocimientos cuando, apenas tenía 25 años. Sus cuadros de ahora cada vez con más color siguen hablando de la gente, alrededor de tres temas básicos: las multitudes, las parejas y los coches.

Las multitudes, casi abstractas, como en la realidad, están plagadas de esas máscaras con las que camina el hombre mientras piensa en el negocio que acaba de cerrar, en la cita que está por cumplirse en la mujer que no volverá.
Y ahí, en el lienzo, amontonadas, esas facetas del hombre se convierten en un sólo ser. Las parejas, por el contrario, parecen detener el tiempo e ignorar el caos, con la seguridad de que un beso no afectará los estrictos horarios en materia grave. Los coches, finalmente, pueden ser un hombre en sí, con esas farolas que semejan ojos, y esa boca que se adivina en la tapa del motor.
No obstante son coches que hablan de quien los maneja, como en aquel refrán que dice que las cosas se parecen a su dueño.

Gerchman asegura que le huye a esa obligación de ser coherente. Y lo demuestra con una obra que refleja la incoherencia de las urbes del trópico, donde cualquier cosa puede suceder en una esquina. -