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LA CUEVA ESTA VACIA

Con la muerte de Alfonso Fuenmayor desaparece el último de los amigos de García Márquez que integraron con él el legendario grupo de Barranquilla.

24 de octubre de 1994

"AQUEL FATALISMO ENCICLOPEDICO fue el principio de una gran amistad. Aureliano siguió reuniéndose todas las tardes con los cuatro discutidores, que se llamaban Alvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, los primerosy los últimos amigos que tuvo en la vida. Para un hombre como él, encastillado en la realidad escrita, aquellas sesiones tormentosas que empezaban en la librería a las seis de la tarde y terminaban en los burdeles al amanecer, fueron una revelación. No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente... "

Eran ellos los amigos de Aureliano, el hijo de Mauricio Babilonia y Remedios la Bella. Eran ellos, los mismos, los amigos de Gabriel García Márquez: Alvaro... Cepeda Samudio, Germán... Vargas Cantillo y Alfonso... Fuenmayor. Ellos, junto con Gabo, le dieron vida al grupo de Barranquilla. En ese mismo orden en que García Márquez los nombró en el penúltimo capítulo de "Cien años de soledad" se han ido despidiendo de este mundo.

Los cuatro han seguido el destino señalado en la novela: "Alvaro fue el primero que atendió el mensaje de abandonar a Macondo. Lo vendió todo, hasta el tigre cautivo que se burlaba de los transeúntes en el patio de su casa, y compró un pasaje eterno en un tren que nunca acababa de viajar...". En efecto, Cepeda, el menor del grupo, fue el primero en irse. Cuando aún retumbaban en los oídos de sus amigos sus carcajadas estridentes, cuando ya se habían acostumbrado a darle siempre la razón -porque siempre la tenía, o por lo menos los convencía de eso- Alvaro se subió en el tren que no tiene retorno: el 12 de octubre de 1972 murió de leucemia en Nueva York. En la memoria de los otros tres discutidores de Macondo quedó la imagen de aquel muchacho alegre y eufórico que perseguía a los alcaravanes en la casa de la negra Eufemia.

Cepeda fue el primero del grupo en publicar un libro: "Todos estábamos a la espera". Una edición de cuentos que estuvo a punto de quedarse olvidada en los bolsillos de su pantalón: cada vez que Alvaro conseguía la plata suficiente para mandarla imprimir -500 pesos de la época que le regalaba su padrastro Rafa- se la bebía con sus amigos celebrando, precisamente, el hecho de haber conseguido la plata. Era un escritor genial. Pero sus veleidades de magnate lo llevaron a desatender el destino de las letras -que era más el suyo que el de los negocios- y optar por el papel de hombre importante dentro del Grupo Santo Domingo. "Alvaro se introdujo en ese mundo desprevenidamente -dice Plinio Apuleyo Mendoza en su libro "La llama y el hielo"-, atraído como una mariposa por el resplandor de una llama, encandilado por un poder que no era suyo sino por procuración, entregándole a él su portentosa vitalidad".

El siguiente en oír el consejo de Ramón Vinyes -el sabio catalán, alma y motor del grupo de Barranquilla- y comprar el pasaje del tren que no acababa de viajar, fue Germán Vargas. El hombre de "los ojos color verde lucíferino" -como lo describió alguna vez Alfonso Fuenmayor- murió el 21 de mayo de 1991. Hasta el último día de su vida se mantuvo firme en la tarea de conseguir editorial para todo joven escritor que tocara a su puerta. Para Vargas, el concepto de los lectores importaba más que el de los propios críticos literarios. Así que lo mejor era que los libros se publicaran y se vendieran en las librerías y, después, sólo después, que la gente decidiera si le gustaban o no. Fue Germán quien, en "Cien años de soledad", trató de incendiar "la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre" para demostrar que no existía.

Y la semana pasada, el turno le llegó a Alfonso Fuenmayor: la muerte vino a recogerlo y no hubo fuerzas suficientes para evitar que 'El Maestro' ocupara su puesto en el vagón. Con 77 años, aún era posible encontrarlo desvelado, a las cuatro de la mañana, leyendo un tomo cualquiera de la Enciclopedia Británica, la misma que un día se animó a corregir al descubrir un par de errores. Le envió una carta a los editores que desde entonces lo consultaron con alguna frecuencia. Era de lejos el más culto del grupo: poseía una sabiduría devastadora, pero tenía la ventaja de que no se le notaba. Era un hombre de un gran corazón. Algo que al final se convirtió en una realidad física: su corazón se le agrandó tanto que terminó por no caberle en el pecho. Pero él prefirió dejarlo crecer, a pesar de que eso lo hiciera abandonar para siempre los cafés del barrio Abajo, en Barranquilla, donde acostumbraba ir todas las tardes a jugar dominó.

"Alfonso es el más serio del grupo -dijo en alguna ocasión Germán Vargas. Pero con un humor increíble. Siempre de gafas y de corbata, posee desde ya un conocimiento profundo de los clásicos griegos y latinos... Tiene una forma muy peculiar de destapar las botellas de whisky: las agarra por el cuello y comienza a pelarlas como si se tratara de una gallina..."

Fuenmayor fue el único del grupo que estuvo activo políticamente. Cercano a Julio César Turbay, siempre fue un liberal disciplinado, de esos que dan su voto y se pintan el dedo sólo por el candidato oficial. Pero aunque el poder lo tentó en muchas ocasiones, él prefirió seguir en lo suyo: los libros, la cerveza fría y el dominó.

Pero, ¿qué demonios fue el grupo de Barranquilla que tanto dio de qué hablar? La verdad es que era un grupo de amigos que tenían, por lo menos, cuatro cosas en común: eran periodistas, adoraban la literatura, bebían como cosacos... y lo que más les gustaba en la vida era 'mamar gallo' (término que García Márquez inmortalizó en "Cien años de soledad"). Nunca se consideraron un grupo intelectual, y es probable que ese adjetivo, más que halagarlos, los avergonzara. No fueron ellos, incluso, los que se bautizaron de tal forma: fue Próspero Morales Pradilla, en una de sus columnas de El Espectador, quien los llamó por primera vez el 'Grupo de Barranquilla'.

Cepeda, Vargas, Fuenmayor y García Márquez -para seguir utilizando el orden de la novela- se reunían a hablar de cualquier cosa. Dentro de sus intereses nunca estuvo el sentar cátedra sobre literatura. De hecho una de sus más célebres discusiones se refirió a la forma que empleaban los hombres de la Edad Media para matar las cucarachas. Después de mucho debatir, llegaron a la conclusión de que estos animalitos habían resistido a la ferocidad humana -que siempre ha tenido dentro de sus instintos el matarlos a chancletazos- refugiándose en las tinieblas y aprovechando el miedo innato que le tiene el hombre a la oscuridad.

Las reuniones del grupo podían hacerse en el Café Colombia, en la Librería Mundo, en el Café Happy o en cualquier esquina de la ciudad... pero el sitio por excelencia fue La Cueva, una antigua tienda de barrio que antes se conocía como El Vaivén y que no sólo los recibía a ellos sino a un grupo de cazadores -entre ellos el más célebre, Quique Scopell- que solemnemente hablaban sobre las pieles de tigre y de culebra. Su dueño, Eduardo Vilá, se convirtió en el compañero de aventuras peligrosas dc Alejandro Obregón, otro constante miembro del grupo de Barranquilla. Tal vez fue el hecho de que ambos tuvieran origen catalán lo que los unió para hacer locuras tan grandes como apostar a cuál de los dos era capaz de mantener por más tiempo un petardo en la mano derecha. El resultado de semejante reto fueron varias horas de estadía en las urgencias de la Cruz Roja y unas cuantas semanas de incapacidad para cada uno.

Era en la estufa de La Cueva donde el grupo se dedicaba a improvisar recetas de cocina que llegaban a cosas tan exóticas como el sancocho de loro o tan extraordinarias como la "mejor bouillabaisse del mundo" preparado por Cepeda Samudio. Allí experimentaban cualquier menú. Obregón, por ejemplo, quiso saber qué tan rico era un saltamontes verde -de esos que en Barranquilla llaman Pacopaco- y se lo comió en medio de dos rebanadas de pan. La leyenda hizo que ese pequeño saltamontes con tan triste destino se convirtiera para siempre en grillo.

Pero al mismo tiempo que comían sancocho de loro o hablaban de cucarachas, los miembros del grupo de Barranquilla -aunque renegaran de esa realidad- eran unos verdaderos intelectuales. Fueron ellos los que pusieron la literatura colombiana a tono con el resto del mundo y abrieron las puertas del país a las nuevas corrientes no sólo literarias sino pictóricas.

Mientras en el resto del país seguían leyendo a los autores del siglo XIX, y continuaban escribiendo poemas a lánguidos camellos -que tanta risa producían por el lado de la Costa Atlántica-, el grupo de Barranquilla tenía en sus manos los libros recién editados de Julio Cortázar. Una de sus primeras obras, "Los reyes", escrita para teatro, ganó el primer lugar en un concurso realizado en Mompós, a donde Vargas y Fuenmayor la mandaron bajo un seudónimo costeño. Cuando Cortázar, muchos años después, se enteró de esa aventura literaria, quedó muy sorprendido. Pero no por la osadía del grupo de haberle cambiado el nombre del autor a la obra, sino por el hecho de que lo hubieran conocido -y comentado- en Barranquilla a principios de los 50, cuando ni siquiera en Buenos Aires se hablaba de él.

Barranquilla se hacía llamar la Puerta de Oro del país. Y eso era en realidad, pues por esa, la primera ciudad cosmopolita que hubo en Colombia, entró todo: el primer carro, el primer avión, el buen whisky, los inmigrantes que venían de todas partes... y los libros. En esa ciudad nacieron la Librería Nacional y la Librería Mundo, y sobra decir que sus principales clientes eran los cuatro discutidores. Allí llegaban las obras de Borges, Onetti, Cortázar y Felisberto Hernández y las traducciones de Anton Chéjov y los demás autores rusos las de Ernest Hemingway, las de los olvidados William Saroyan y Erskine Caldwell y, claro está, las de William Faulkner, el gran maestro.
Para navegar en ese mar literario, el grupo encontró en Ramón Vinyes al guía, al orientador. Fue Vinyes, un catalán llegado a Barranquilla en 1914, quien les habló por primera vez de Faulkner. Fue él quien les abrió los ojos a los autores que debían leer y a los escritores que podían olvidar. Era él con quien comentaban las lecturas, desbarataban las obras y las volvían a armar para entender cómo era que estaban tejidas por dentro. Gabo recuerda la primera vez que lo vio: "Me limité a observarlo, tratando tal vez inconscientemente de descubrir la extraña particularidad humana que lo había elevado a esa jerarquía enciclopédica". Así era el sabio catalán, el hombre que se había leído todos los libros, el que un día gris, en la ficción de Macondo y en la realidad de Barranquilla, tomó sus maletas y viajó a Cataluña, a seguir leyendo y escribiendo, y a seguir hablando mal de Franco.

Al mismo tiempo que les dio la lección de no tomarse la vida en serio como único recurso posible para triunfar sobre la muerte, Vinyes instigó a los cuatro discutidores para que hicieran algo perdurable. Y la verdad es que, antes de que La Cueva se empezara a quedar vacía, ya se había inmortalizado. El grupo de Barranquilla sigue vivo. Y es seguro que los que ya se marcharon se encuentren ahora en Macondo con Aureliano Babilonia discutiendo, de nuevo, sobre la inmortalidad de las cucarachas.