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La frontera del arte

El Jardín Botánico de Bogotá se llenó de esculturas que juegan con lagos, jardines y árboles.

Fernando Gómez
8 de octubre de 2001

El arte y esta es una verdad de Perogrullo— no es dominio exclusivo de los museos. Ya pasó la época en que las grandes obras de arte estaban atrapadas en los salones de los castillos y las disfrutaban sólo unos tipos de peluquín. Sin embargo el flujo de personas que pasa por las galerías, el Museo Nacional, el Museo de Arte Moderno o el Museo de Arte Contemporáneo no es el mismo que llena el estadio o el que copa las mesas de los restaurantes de moda. Por eso, ocasionalmente, el arte sale a la calle. Y gana más adeptos o hace más agradable el aspecto de cualquier plaza. Enrique Peñalosa se la jugó con las esculturas públicas de Fernando Botero, Ana Mercedes Hoyos, Negret, Ramírez Villamizar y Enrique Grau. Se la jugó y ahí están: para que se critiquen o para que se disfruten. Hace poco, en uno de los sitios más representativos de la ciudad, acaba de ocurrir algo parecido.

El Jardín Botánico de Bogotá, con el apoyo del Goethe Institut y el Idct, hizo un experimento de ese estilo: sacó las obras de arte de su ’entorno natural’, los museos y las galerías, y las ubicó bajo sus árboles. Su propuesta, sin ser monumental (no llenó el Jardín de esculturas de grandes maestros), es tan válida y tan interesante como la otra: invitó a un grupo de artistas a ‘intervenir’ el Jardín Botánico. La muestra, curada por el artista Rafael Ortiz, lleva el titulo apropiado: ‘Medidas Naturales’. También tiene los artistas apropiados.

Juan Carlos Delgado ’plantó’ su obra en el espacio dedicado a los helechos y, de una manera bastante estética —la obra es bastante agradable al ojo—, realizó un juego con la idea de conservación. Delgado presentó un arbusto hecho de aluminio y conectado a una planta de refrigeración. Con las condiciones climáticas del sitio, ubicado junto a una cascada y un pequeño estanque, su arbusto, eventualmente, se llena de escarcha. Queda congelado y puede ‘conservarse’.

El caso de Milena Bonilla es un poco menos estético, un poco menos sutil, pero igual de irónico. El pino romerón, según su investigación, es el único pino nativo de Colombia. Está en vías de extinción y, la verdad, parece que ninguna empresa lo usa: es preferible el pino canadiense, crece más rápido, entrega más ganancias y, sobre todo, eso dicen los agrónomos, destruye los suelos. Sin embargo, las empresas que los usan, cada vez que ofrecen uno de sus productos invocan sus “cualidades naturales en el hogar” como el clásico “suave olor a pino”. Milena ubicó un bosque de romerón y, dentro de él, puso unas bases de pino canadiense que, encima, sostienen sendos tarros de Cresopinol.

Pero en la muestra no todo es flora ni conservación de plantas. La fauna también cumple un papel importante. La obra de Pablo Julián Adarme juega con la idea de los señuelos de los cazadores. Sólo que, en este caso, sus animalitos no sirven para cazar patos sino para llamar la atención de los visitantes del Jardín. Adarme se apropió de la fuente de la ‘Rosaleda’ y la llenó de pajaritos plásticos y de colores vivos. De lejos el impacto visual es impresionante. El color de los pájaros se mezcla con el de las rosas y es difícil no caer en la tentación de acercarse. Con ese mismo juego de color también se apropió de una pileta rodeada de verde puro, la llenó de lotos de plástico y le puso unas ranas gigantes, tipo piscina, para completar el cuadro. El recorrido de la muestra es largo. Y siguen sobresaliendo obras como el Es, o no es, de Martín Alonso Roa. Propuestas como la de Antonio Caro, que ubicó su obra en el único lugar que no tiene verde: la zona de ladrillo de las oficinas y la entrada al Jardín. Ahí puso las fotos del diente de león, una planta que puede crecer, incluso, en el fondo de las alcantarillas. El recorrido es largo y quedan por mencionar las obras del reconocido publicista Humberto Polar, que implantó unos cuantos televisores en el Jardín: de Manuel Quintero, de Antonio Díez y su paisaje con vegetales de cocina, el Arca de Noé del grupo silicona, el quorum de sillas alrededor de la palma de cera de Pedro Ruiz. Pero hay una obra que se puede evitar.

El barrio en el que se halla el Jardín lleva el nombre de Bosque Popular. Fernando Escobar puso en la reja del Jardín el nombre del barrio en letras en molde. Entre ellas intercaló el tipo de fauna que se puede hallar en él: rejas con forma de garza, juguetes de niños, vacas de peluche. De alguna manera marcó la frontera entre la naturaleza y la ciudad. Esta exposición, a su vez, marca la frontera entre el arte y sus espacios y, definitivamente,queda comprobado, esa frontera no existe.