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LA FUENTE DE LA INSPIRACION

Las obras de los genios no siempre nacieron solas. Detrás de ellas se escondieron mujeres, muchas de ellas desconocidas, que las inspiraron.

13 de junio de 1994

CUANDO JULIETE DROUETT, UNA fracasada actriz que se había sostenido gracias al mecenazgo de sus amantes, leyó el original de Los Miserables, se emocionó al verse reflejada en él. Sin embargo, aparte del orgullo de haber inspirado a Víctor Hugo una novela, la torpe Juliette nunca supo lo que en realidad tenía entre manos. El escritor francés se había enamorado de su dulzura, de la limpieza de su rostro y de la veneración que ella le profesaba. Había sido su musa, pero se negó a casarse con ella. Fue su fuente de inspiración, pero igual siguió cortejando, hasta su muerte, mujeres en cada esquina.
Al contrario de lo que se piensa, no todas las musas fueron brillantes. Muchas eran aburridas y hasta feas. Pero bastaba su sola presencia ante el artista para impulsar en él esa mágica fuerza creadora capaz de generar una obra maestra.
Por supuesto, también las hubo inteligentes, bellas e irresistibles; ricas y pobres.
Las hubo de todas las maneras y, sin embargo, nadie ha podido descifrar el secreto que las convirtió en musas. Estaban allí, al lado del genio, en persona o en pensamiento, susurrándole al oído un verso, una nota, una pincelada de luz. Eso era suficiente.
Varias de estas intrigantes relaciones entre el creador y su musa están contenidas en el libro Las grandes musas de la historia, que acaba de lanzar al mercado la editorial Javier Vergara. La autora, Evelyne Deher, relata en su texto las circunstancias que llevaron a algunos célebres artistas a encontrarse con la mujer que sería la fuente de su inspiración.

ROMANCE EDIPICO
Muchos creadores se dejaron guiar por la mano de una mujer mayor, en reemplazo de la figura materna que nunca tuvieron. Tal fue el caso de Honoré de Balzac, uno de los grandes autores clásicos de la literatura universal. Educado por una nodriza, reprimido de amor por la frialdad que le prodigaba su madre, el joven Balzac terminó enamorándose de una mujer que le llevaba 25 años. Era Laure de Berny, una vecina que conoció en 1821 y con cuyas hijas solía dar paseos matutinos en primavera. Madame de Berny, una mujer católica y fiel a la Corona, en contraste con su pequeño amante, educado bajo los preceptos de la Revolución, sería la encargada de imprimir en Balzac el vigoroso realismo que caracteriza sus obras, e inspiraría la ternura inocente de ciertas mujeres en su novela cumbre, La Comedia Humana. Laure de Berny no sólo fue su crítica más dura, sino su mayor apoyo. Murió en 1836, meses después de que Balzac la hubiera abandonado por una mujer 15 años mayor que él.

AMOR ETERNO
Otros artistas, en cambio, sucumbieron ante la dulzura infantil. El músico alemán Robert Schumann dedicó a una única mujer toda su obra musical. Era Clara Wieck, la pequeña hija de un profesor de piano que se encargó de moldear a Schumann en el arte de la música. La conoció en 1828, cuando él tenía dieciocho años y ella con solo nueve ya destacaba por ser una virtuosa intérprete. El joven Robert sólo podía sentir admiración por el talento de una niña que más bien parecía su hermana. Pero una hermana que crecía y se desarrollaba. Así, el amor estaba a la vuelta de la esquina. Y llegó, pronto y certero, clavando una puñalada en el corazón del padre de Clara, que veía un mejor futuro para su hija lejos de un mediocre pianista. En efecto, Schumann había abandonado el piano, pero se había dedicado a la composición. Finalmente, Clara y Robert se casaron en 1840. De ahí en adelante, ninguno tendría ojos sino para el otro.
La fuerza de vóluntad de Clara, su entrega absoluta al hombre que amaba, inspiraron en el compositor alemán sus mejores obras. Clara gozaba de una magia difícil de definir, pero que era capaz de extraerle música a las tumbas. Tras la muerte de Schumann, quien terminó volviéndose loco, Clara Wieck pasó a ser la musa de otro no menos reconocido compositor, a quien había conocido años atrás: Johannes Brahms.

EN CLAROSCURO
Por su parte, Rembrandt, uno de los pintores más grandes en la historia del arte, supo temprano que la perfección en sus cuadros llegaría cuando pudiera imitar la luz del rostro de Saskia, la joven hija de un comerciante de arte, que había conocido en 1630. Perteneciente a una ilustre familia de Amsterdam, Saskia se convirtiría pronto en su mecenas, pero también en su mujer más amada. Con Saskia como modelo, Rembrandt exploró el color, conoció a fondo la naturaleza y la plasmó en el lienzo. Cuando el artista holandés la pintó por primera vez, parecía más una humilde huérfana desprotegida que la gran heredera de una familia rica. Rembrandt había logrado pintarle el alma a pesar del maquillaje y los finos atuendos de quien más tarde se convertiría en su esposa. Saskia fue para Rembrandt el gran amor de su vida y la inspiradora de la vitalidad de sus cuadros.
Algo parecido sucedió entre el pintor español Francisco de Goya y la gran duquesa de Alba. Se conocieron durante la inauguración del Palacio de Verano de la Duquesa de Osuna, en mayo de 1785. Y a partir de entonces, los mejores cuadros de Goya tendrían alguna alusión a aquella mujer. La duquesa de Alba, conocida como 'La Cayetana', no se entregaría al pintor de inmediato. Incluso llegó a exasperarle la forma en que Goya la cortejaba. Pero terminaría entregándose. En su obra El rapto, Goya había representado a tres toreros que raptaban a una maja. Esa maja era 'La Cayetana' desprovista de su grandeza real. Con ello le demostraba que la quería como mujer más que como duquesa. Por fin 'La Cayetana' accedío a los flirteos y se convirtió en su inspiradora. Le propondría, inclusive, retratarla desnuda. Así nació La maja desnuda, cuadro escandaloso para la época que pasó a la historia como una de las mejores obras de Goya.
Pero así como casi siempre hubo entregas pasionales entre musa y genio, también se dieron casos contrarios. El compositor ruso Peter Ilich Tchaikovski tuvo en su mecenas de juventud, Nadejda Filaretovna, su mayor inspiración. Sin embargo, de ella sólo conoció fotos. Se amaron por correspondencia. Tchaikovski era homosexual no confeso y su cariño por ella se basó exclusivamente en el amor por la música. Ella se conformó con amar de la forma más pura al compositor: la del espíritu. Curiosamente, alguna vez que los dos se encontraban en Flolencia -y a pesar de haber acordado desde siempre que jamás se verían-, Tchaikovski creyó divisarla en su carruaje. Y ese encuentro inspiraría en él nada menos que una de sus más populares obras: el Caprissio Italiano.