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LA MUERTE DEL BOLERISTA

Crimen, amor y música en "¿Quién mató a Palomino Molero?", la última novela de Vargas Llosa.

7 de julio de 1986


Veinte años después de haber escrito la historia de Lituma, los Inconquistables, la Chunga, los habitantes de Piura y la opresión de la selva en "La casa verde", Mario Vargas Llosa ha retomado algunos de esos elementos para contar la historia de un crimen salvaje en su nueva y cortísima novela "¿Quién mató a Palomino Molero?".

Aparentemente el relato quiere ser la reconstrucción de esa muerte violenta, la búsqueda de los responsables, la atadura de los hilos sueltos, la cacería de pistas y la señalización de los factores humanos, sociales y hasta políticos que se esconden detrás de una serie de episodios que arranca cuando un pastor de cabras descubre el cuerpo quemado, mutilado, golpeado, herido, desmembrado, emasculado y ya en estado de descomposición.

Aparentemente la historia va más allá. Vargas Llosa con un lenguaje que elude las habituales trampas técnicas de sus libros anteriores (uno echa de menos las distintas corrientes narrativas que fluyen simultáneamente en "Conversación en la Catedral", especialmente en las escenas de las lesbianas acariciándose mientras el maton cuenta sus recuerdos, una manifestación se va convirtiendo en un matadero y un hijo descubre el homosexualismo del padre), escribe con rabia, con desesperación para explicar una vez más cómo en su país, el Perú, los indios y los cholos y los campesinos son segregados por los militares y los blancos y los extranjeros: eso es lo que se respira en el escenario escogido esta vez, Talara, junto al mar y a varias horas de carretera pésima de la Piura ya retratada veinte años atrás.

En Talara conviven tres núcleos de población que se excluyen, se odian, se temen: los militares de la base aérea, los norteamericanos de la International Petroleum que tienen su barrio alambrado con piscinas y gallinas y campos de golf, y los demás, que se descomponen bajo el calor, que sobreviven con lo poco que pescan, los que giran alrededor de esa tienda y restaurante donde una señora gorda, muy gorda, despierta los apetitos animales del teniente Silva.

La muerte salvaje del muchachito delgado y moreno y amante de los boleros, Palomino Molero, enamorado perdidamente de la hija del comandante de la base, las órdenes de liquidarlo que más tarde se dirigen contra otros protagonistas de la historia, los testigos que callan, los uniformados que son incapaces de delatar, las frases sueltas, los susurros en la oscuridad y la sensación de que todos están nadando en medio del estiércol, llenan una a una las páginas de una novela que algunos, equivocadamente llamarán una obra menor, quizás por las 190 paginas de la edición de Seix Barral.

Una vez más, Vargas Llosa está contra algo, contra alguien con un libro. En "La ciudad y los perros" denunciaba las castas militares y los privilegios de los uniformados hasta el punto de animalizar a esos muchachos que se destruyen mutuamente porque el honor, la disciplina y la bandera así lo exigen; en "La casa verde" se lanza de cabeza contra la explotación de los indios y los recursos de la selva, la complicidad entre Iglesia, Estado y Ejército para arrasar con las pocas tribus auténticas que sobreviven en medio de la manigua, mientras los oficiales violan a las muchachitas que se llevan como sirvientas y los soldados roban a los indígenas y colonos y las monjas imponen a los nativos un idioma y una religión y unas costumbres que nunca entenderán ni aceptarán del todo; en "Conversación en la Catedral" además de reflejar el desencanto de toda una generación con la izquierda de su país, reconstruye uno de los períodos históricos y políticos más tenebrosos del Perú, la dictadura de Odría apoyado en ese hombrecito pálido y peligroso llamado Cayo Bermúdez: toda la miseria, toda la bajeza, todo el vacío de una nación se sienten en la figura y el personaje de Ambrosio, el negro que es chofer de Bermúdez y más tarde guardaespaldas y amante de uno de los líderes de la oposición, Fermín Zavala, padre de Zavalita, el periodista que protagoniza la que puede considerarse la mejor obra de este autor; en "La tía Julia y el escribidor" se burla de los sentimientos, de su propia juventud, ese pasado en medio de libros e ilusiones, mientras su generación intenta pegar de nuevo los dispersos pedazos del Perú; en "La guerra del fin del mundo" analiza hasta el hueso el fanatismo, la religión, las sectas supersticiosas que cobran cierto poder hasta el punto de provocar una guerra civil en un país inestable como el Brasil; en "La historia de Mayta" dice todo lo que piensa sobre la Revolución Cubana, la guerra de guerrillas y su fracaso en Latinoamérica, la idealización de algunos equivocados y sobre todo, retrata con humor negro la desilusión de millones de idealistas que alguna vez intentaron cambiar los libros por un fusil, aunque estuviera oxidado.
En "Los cachorros", "Los jefes", "Kathie y el hipopótamo", "La Chunga", "Pantaleón y las visitadoras" y "Contra viento y marea" demuestra que elementos como la violencia, el erotismo, la política y el humor negro pueden andar de la mano, especialmente en ese relato en el cual un oficial organiza un ejército de rameras para acabar con los desmadres protagonizados por la tropa en la selva.

Testigo implacable de la realidad inmediata del Perú y Latinoamérica, excelente narrador que se ha convertido en uno de los más populares en castellano y otros idiomas, conocedor como pocos de todos los recursos de su oficio y convencido de que, por encima de todo, el lector quiere enfrentarse con una historia que lo estremezca, lo sorprenda y lo conmueva, ha logrado con "¿Quién mató a Palomino Molero?" una visión salvaje de una situación social que es la misma en el resto del continente.

No es una novela policíaca, aunque Vargas Llosa en cierto momento del relato insinúa otras soluciones diferentes a las que el lector ha previsto desde las primeras páginas. Lo que parece un crimen pasional o sea, un padre supuestamente enamorado del cuerpo de la hija y enloquecido porque ya no podrá seguir pervirtiéndola sexualmente, lo que parece una orden cumplida por otro uniformado quien también está loco por la muchacha, poco a poco se va convirtiendo en una situación demencial porque tanto Lituma como el teniente Silva (quienes con el autor y el lector son los investigadores del asesinato), sospechan del comandante de la base y luego sospechan del otro oficial y después de otro y así sucesivamente hasta cuando la misma muchacha les tuerza la investigación.

Quizás algunos lectores se sientan defraudados porque no tienen, aparentemente, una respuesta concreta a la pregunta del título ¿Por qué lo matan? ¿Porque está loco por la hija del comandante, porque la viola después de raptarla? Pero la muchacha dice que no, que no la violó, que ella era amante del padre. Y el padre les contará otra historia. Y más tarde la investigación toma otro rumbo cuando aparecen más cadáveres en esa Talara ubicada junto al mar, el mismo mar a donde se dirige todas las noches ese hombre cordial cuya mujer es asediada sexualmente por este teniente machista. Si el lector sigue preguntándose quién mató al muchacho aún después de concluida la novela, es porque no ha comprendido su verdadero alcance: Vargas Llosa denuncia la segregación contra indios, cholos y campesinos en el Perú, denuncia el gobierno dentro del gobierno que mantienen los militares, denuncia los privilegios que los aviadores de la base detentan, denuncia la ineficacia de la justicia, denuncia también la torpeza del escritor como testigo de toda esa descomposición para señalar con nombres propios a quienes ordenan la muerte de todos estos personajes de una novela que se lee de una sola sentada, mientras aumenta el calor, mientras el olor de ese cadáver emasculado es un llamado para las moscas, las mismas moscas que Sartre, el autor favorito de Vargas Llosa, invocaba en numerosas ocasiones.--