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L I B R O S

La novia robada

Guillermo Arriaga, el guionista de ‘Amores perros’, cuenta una tragedia rural.

Luis Fernando Afanador
16 de julio de 2001

Guillermo Arriaga
Un dulce olor a muerte
Norma, 2001
197 paginas

Que uno se muera está bien, pero las mujeres hermosas no deberían morir, dijo en alguna oportunidad el maestro Alejandro Obregón. A partir de aquella rabia, y con idéntica nostalgia, ha construido Guillermo Arriaga su breve e intensa novela Un dulce olor a muerte.

La trama es muy simple. Ramón Castaños, un muchacho que trabaja en una tienda del pueblo de Loma Grande oye los gritos de tres niños anunciando una muerte. Los sigue, hasta que ve el charco de sangre, la cara al cielo, la mujer desnuda. Porque era muy joven o porque “parecía pedir un abrazo final”, Ramón ya nunca más la olvidará.

Se trataba de Adela. Ramón apenas la había visto unas cinco o seis veces cuando estuvo en su tienda para hacer un mandado. Adela: era lo único que sabía de ella. Y que le gustaban su figura alta y sus ojos claros. Nada especial, nada que justificara que alguien dijera que Ramón Castaños había sido el novio de Adela y la noticia se regara como pólvora por el pueblo. Y mucho menos para que —por aburrimiento, por llamar la atención, así suceden esas cosas en los pueblos— a Arnulfo Quirarte se le ocurriera la peregrina idea de inventar que el asesino fue el Gitano, un comerciante que solía venir una vez al mes a Loma Grande.

Nada que hacer. El pueblo ha elegido un chivo expiatorio y un héroe redentor. Hemos entrado al terreno de la tragedia. (Tragedia rural ha preferido llamarla Guillermo Arriaga). No caben las justificaciones personales, las excusas. Es un ritual y en los rituales cada quien tiene su rol prefijado de antemano y nadie puede cambiar el libreto. El relato retrocede para intercalar alguna que otra información necesaria sobre los personajes, sobre los hechos que precedieron al crimen, pero la acción seguirá su camino hacia adelante, avanzando implacable hasta el previsible desenlace: la venganza.

Aquí es preciso hacer una aclaración para el lector suspicaz que inevitablemente ha hecho la asociación y ha sentenciado una influencia directa con la Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. El origen de su novela —explicó Guillermo Arriaga en una entrevista— tiene que ver con el recuerdo del cadáver de una bella mujer vista al pasar en una calle bogotana. Y también con la imagen imborrable de la foto de otra que vio en los días del terremoto de Ciudad de México. Reconoce, eso sí, una clara influencia literaria pero de otro colombiano, el injustamente olvidado Hernando Téllez y su cuento Espuma y nada más en el cual un barbero tiene a su merced al militar que ha torturado salvajemente a sus amigos y se debate entre perdonarlo o quitarle la vida: sus tribulaciones, su angustia y su cobardía serán las mismas que tendrá el Ramón de su novela.

El rígido código cultural del machismo latinoamericano superpuesto a un mito que se repite en muchas sociedades, más universal: el hombre enamorado de una muerta, Orfeo que desciende al Hades para recuperar a su amada Eurídice, James Stewart en Vértigo de Alfred Hithcock inconsolable al final porque Kim Novak no era una muerta, sólo una vulgar impostora viva. El deseo atávico de que la belleza nunca perezca así haya que sacrificar la vida e ir, si es preciso, hasta los mismísimos infiernos.

Y algo más, quizá lo mejor de la novela: la atmósfera mórbida, erótica, desesperada, que la recorre todo el tiempo; los amores adúlteros del Gitano con Gabriela Bautista, que se aman mejor, más intensamente, porque saben de la cercanía de la muerte. Es el otro tema que completa las tres obsesiones siempre presentes en la escritura de Arriaga: el peso de la muerte sobre los vivos, el peso del destino y el peso de los amores prohibidos. La sencillez de la trama era sólo una apariencia. Y la novela policíaca prometida —quién es el asesino— apenas una ardid para atrapar lectores incautos.