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La otra cara del sol del Perú

Juan Diego Flórez y Alexander-Sergei Ramírez ponen bien en alto la tradición artística de su país, bastante maltratada por su televisión.

Emilio Sanmiguel
6 de mayo de 2002

El tenor Juan Diego Flórez y el guitarrista Alexander-Sergei Ramírez son las dos figuras peruanas de mayor proyección internacional en el mundo de la música, llamemos clásica. Y tienen la buena fortuna de desarrollar sus respectivas carreras en los primeros escenarios de Europa, donde, además, tienen la suerte de que nadie, absolutamente nadie, ve el pavoroso show de Laura en América, que en el mundo latinoamericano acapara el rating pese a que son pocos, muy pocos, los que se atreverían a confesar sin ruborizarse ver el bochornoso espectáculo que como por arte de magia convierte la miseria humana en un espectáculo televisivo... sería vano esperar que en una próxima emisión, la popular Laura Bozzo anunciara con su estentórea voz: “¡Que pase el tenor! ¡Adelante el guitarrista!” Por lo mismo deben ser pocos, muy pocos, los latinoamericanos para quienes resulten familiares los nombres de estas dos prominentes figuras jóvenes de la música hoy: Juan Diego Flórez, a quien la crítica en Europa saluda como el primer tenor belcantista del momento, y Alexander-Sergei Ramírez, el más interesante guitarrista que haya escuchado el medio musical prácticamente desde la dinastía española de Los Romeros. Están en la palestra gracias a dos grabaciones que son noticia en el mundo discográfico. Paradójicamente hace apenas unas semanas, mientras un canal local transmitía el espectáculo de Laura, la RAI internacional hacía lo propio desde una de las grandes casas de ópera de Italia donde Juan Diego Flórez encarnaba al príncipe Ramiro, el protagonista de La Cenerentola de Rossini, y quedaba en evidencia su jerarquía de artista de primera línea. Ver a Alexander-Sergei Ramírez en escena es menos frecuente, porque alterna sus presentaciones con la cátedra de guitarra que dirige desde 1977 en el Conservatorio Robert Schumann de Düsseldorf. Por su parte el sello Decca Classics entrega al mundo la primera grabación de Flórez como solista, acompañado del Coro y Orquesta Sinfónica Giuseppe Verdi de Milán, bajo la dirección de Ricardo Chailly, en una selección cuidadosa —es decir, exenta de lugares comunes— de grandes arias de Rossini, provenientes de óperas populares, como El barbero de Sevilla (la raramente interpretada aria del acto II), La italiana en Argel y Cenerentola, y de otras menos conocidas, como Semiramide, La gazza ladra, Zelmira, La donna del lago y el Otello. Para tratar de resumir el asunto, Flórez sabe poner su prodigiosa técnica al servicio de las necesidades estéticas y dramáticas del compositor, y de paso deja el testimonio de una voz de bello timbre, segura y brillante en el agudo, y sobre todo que canta con facilidad: un señor tenor en la gran tradición de sus compatriotas Luigi Alva y Ernesto Palacio. La grabación de Alexander-Sergei Ramírez es de la Deutsche Grammophon y está por completo dedicada al rescate de la obra del compositor paraguayo Agustín Barrios-Mangoré, a quien en su momento se le conoció como ‘el Paganini de la guitarra’. De esta hora de música lo que más sorprende es la capacidad que Ramírez posee para hacer ‘cantar’ la guitarra, pero eso se entiende cuando se descubre que sus primeros estudios musicales estuvieron consagrados al violonchelo y que ya convertido en un guitarrista profesional —en la tradición guitarrística de Segovia y Los Romeros— ha realizado cursos magistrales con el violinista Dénes Szigmondy y el tenor Luigi Alva. Ramírez redescubre la obra de Barrios en dos aspectos; primero en su asombrosa inspiración —porque consigue ‘cantarla’— y en segundo término porque logra el punto justo de carácter sin caer en el folclorismo, tocando con imaginación, cuidado y con una técnica digna de admiración. Son dos grabaciones con méritos suficientes para instalar a sus intérpretes en el difícil mapa internacional de la música, y de paso a su país, el Perú, en la línea estética de su gran tradición. Así Laura jamás llegue a gritar “¡Que pasen los artistas!”