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La picaresca nacional

Diez crónicas sobre impostores, malandrines y granujas colombianos, de ahora y de antes.

Luis Fernando Afanador
21 de mayo de 2011

Isabella Portilla

Malandrines

Planeta, 2011

199 páginas

Hay que volver  a contar, porque la gente olvida. Hay que volver a contar, para apreciar el lazo común que une todas las historias. En Puente Nacional, Santander, en la época de la Violencia -con mayúsculas, para diferenciarla de las otras-, los liberales no permitían que hubiera curas en su pueblo porque ellos eran liberales y todos los curas eran conservadores. Pues bien, dos falsos franciscanos arriban allí durante una Semana Santa y hacen la fiesta: confiesan, comulgan, bautizan y reciben generosos diezmos, no obstante que el iluso pueblo ya había sido advertido de la impostura. Querían ser engañados al igual que la crédula élite de Neiva al inventar un imposible embajador de la India.

Una historia es menos conocida que la otra, pero en esencia es la misma. Hay que recordar y hay que enlazar. ¿Cómo es posible que el flamante gerente del Hotel Sheraton Four Points, de Medellín, hubiera creído que el amulatado Nelson David Escorcia Ternera, nacido en Pijivay, un caserío del Magdalena, era el nieto de Julio Mario Santo Domingo? Bueno, ¿por qué no? El gobernador del Valle también llegó a creer que el mismo Escorcia era sobrino de Luis Carlos Sarmiento Angulo y le armó una reunión con un selecto grupo de empresarios caleños. De una parte, es mérito del embaucador -por su osadía, por sus habilidades histriónicas-; de otra, hay un fértil terreno abonado: el deseo de codearse con personas importantes que nunca se hubiera imaginado llegar a conocer.

Pero a la credulidad no solo la alimenta el arribismo: la necesidad de salud, dinero y buena suerte hace que broten embaucadores como brotan manantiales. Por eso en estas crónicas encontramos brujas, constructores de pirámides financieras y repartidores de fabulosas herencias ficticias. ¿Cómo es posible que una bruja chapucera como María Concepción Ladino haya embaucado a tantos? ¿Por la ignorancia indomable? No: es que nadie resiste el cañonazo de la solución mágica a sus problemas. Lo sabe el embaucador que, descubierto y acorralado contra las cuerdas, es capaz de un último cinismo. Como monseñor Gaitán Mahecha, de la Caja Vocacional, que ya completamente perdido se dio el lujo de decir lo siguiente sobre el dinero de los ahorradores: "Una cosa es que no esté y otra que se lo hayan robado". O como José Escobar Montoya, uno de los falsos franciscanos de Puente Nacional, ante el periodista que fue a entrevistarlo en la cárcel: "Le advierto que solo concedo reportajes en francés, italiano y alemán. No me gusta hablar en español". El cinismo, o la genialidad -según se mire-, puede deberse a la escogencia de un nombre adecuado: People Winner se llamaba la captadora de Flor María Romero en Villavicencio, precursora de David Murcia y sucesora de Baldomera Larra Wetoret, una dama española, hija de un literato famoso, muy bien traída a colación en estas crónicas de malandrines colombianos. Porque la madre patria no es ajena al asunto, como nos lo recuerda la profesora de periodismo Maryluz Vallejo en el prólogo: "A América el pícaro llegó escondido entre las bodegas de los barcos provenientes de España. Se adueñó de las tierras indígenas. Cambió de estatus. Olvidó su turbulenta vida europea de bribón de callejuelas para convertirse en dueño y señor del nuevo continente".

Unas historias son más recordadas que otras. ¿La memoria popular también es selectiva? ¿Acaso gustan más las picardías inocentes que las criminales? Ciertamente es más risueña la historia del embajador de la India o la de la reina casada y preñada que se burló del sacrosanto Concurso Nacional de Belleza que la de la bruja despiadada y asesina. Pero no es eso. Todo depende de la manera como se cuente. Isabella Portilla, reportera y narradora de raza, nos vuelve a seducir con estas historias ya sabidas, más o menos recordadas. Y nos demuestra que la historia -risueña, desolada- de Liliana Cáceres, la muchacha costeña que fingió un embarazo de septillizos, no nos la habían contado en la forma debida. El verdadero periodista llega cuando las cámaras y los micrófonos se han ido.