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La Praga de Kafka

Un ensayo que muestra la rica y variada actividad cultural que había en esa ciudad a comienzos del siglo XX.

Luis Fernando Afanador
12 de agosto de 2006

Patrizia Runfola
Praga en tiempos de Kafka
Editoria Bruguera, 2006
298 páginas

En cada línea escrita por Franz Kafka está presente Praga. "Kafka era Praga y Praga era Kafka", dijo el cronista Johannes Urzidil. Y, siguiendo al pie de la letra tal postulado, la italiana Patrizia Runfola se dio a la tarea de reconstruir en forma detallada cómo fue esa ciudad en tiempos del autor de La metamorfosis.

Kafka hizo lo posible para que su literatura se fuera despojando de referencias a personas y lugares concretos, pero no lo consiguió del todo. No al menos con Praga que, si bien no aparece en ella como una ciudad física con sus iglesias, sinagogas, calles, plazas, oficinas y cafés, está presente como un estado espiritual y una obsesión de la que no consigue huir. En El Proceso, Joseph K llegaría a afirmar que habría que incendiar la ciudad por sus cuatro costados para escapar de su embrujo.

A comienzos del siglo XX vivían en Praga 415.000 checos, 10.000 alemanes y 25.000 judíos, de los cuales 14.000 hablaban normalmente en checo y 11.000 en alemán. Las minorías alemana y judía pertenecían en su mayor parte a la burguesía, y los checos, a la clase obrera, excepto una pequeña nobleza afrancesada que se refugiaba en sus palacetes barrocos del barrio Malá Strana. Más allá de las naturales tensiones sociales y de los separatismos, la diversidad de lenguas propiciaba un ambiente cosmopolita. Según Gerard-Georges Lemaire, "Praga ha encarnado (y sublimado) ese momento privilegiado, casi inconcebible, que ha hecho de ella el centro fantasmal de cierta idea de civilización".

Cosmopolitismo y, también, una ferviente actividad cultural. Espectáculos de cabaret, teatro, cine y apasionadas discusiones en sus bonitos cafés. El filósofo Franz Brentano iba con sus discípulos al café Louvre; Gustav Meyrink, el creador de El Golem, esa atormentada y angustiosa visión del viejo gueto de Praga, se rodeaba de admiradores en el café Continental; el periodista Egon Edwin Kisch regentaba en el cabaret Montmartre y, por supuesto, el Círculo de Praga, compuesto por Max Brod, Oskar Baum, Felix Weltsch y Kafka, se reunía en el café Arco. Hubo escritores notables como Franz Werfel, Karel Capek, Jaroslav Hasek -el autor de El soldado Svejk- y pintores, diseñadores y arquitectos con renovadoras propuestas artísticas, como Jan Kotera. Max Brod dirigió Arcadia, un anuario con más de 200 páginas que daba cabida sólo a creaciones de esa época y en el que fue colaborador permanente el legendario Robert Walser.

El alemán de Praga -en el cual Kafka escribió su obra- era considerado una lengua aislada, empobrecida por la ausencia de matices dialectales y algo áspera en su pronunciación. Sus palabras desaparecían tan rápidamente, que la afición de Rilke era buscarlas como rarezas en los diccionarios. Sin embargo, aquella sensación de hundimiento tuvo resultados positivos: hubo una gran necesidad de expresión que produjo el surgimiento de muchos escritores. En el caso de Kafka, su respuesta fue la elaboración de un idioma puro y sobrio que utilizaba las palabras en un sentido casi literal. El alemán de Kafka sólo habría podido nacer en Praga.

Una de las virtudes del libro de Runfola es que permite vislumbrar a un Kafka vital, rodeado de amigos, que no sólo disfrutaba de la espléndida vida cultural de su ciudad, sino que, a veces, jugaba tenis y hacía largos paseos por las cercanías. Semblanza bien distinta a la del hombre misántropo y patético que nos ofrece el lugar común. De todas maneras, hay que decirlo, a este valioso ensayo por momentos se le va la mano en erudición y su lectura se torna densa. Hay excepciones como los capítulos dedicados a la juventud de Kafka -los primeros-, a Milena Jesenká y a Gustav Meyrink que, por su fluidez y narrativa, son a mi juicio los mejores.

Esa Praga ya no existe. La arrasó el nazismo. Luego vino el estalinismo. Pero su belleza imperturbable que ha sorteado durante siglos distintas formas de barbarie, seguramente lo volverá a hacer frente a la nueva amenaza del presente: las hordas de turistas.