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La toma de la embajada

Ciro Durán recuerda que el pasado de Colombia es el presente.

Ricardo Silva Romero
5 de febrero de 2001

Director: Ciro Durán
Actores: Demián Bichir, Fabiana Medina, Humberto Dorado, Bruno Bichir, Manuel Busquets, Susana Torres Fue el 27 de febrero de 1980. Eran las 12:10 de la mañana. En la embajada de República Dominicana, en Bogotá, se ofrecía, a un numeroso grupo de diplomáticos, una recepción para conmemorar la fiesta nacional de ese país. Y entonces, de la nada, uno de los invitados sacó una pistola, disparó al aire y anunció que se trataba de un asalto. Doce guerrilleros del M-19, el grupo armado célebre por sus golpes de opinión, entraron en la casa a sangre y fuego. Y pronto, muy pronto, se tomaron la embajada. La toma duró 61 días y conmocionó al mundo. Catorce embajadores —entre ellos los de Estados Unidos, México, Venezuela, Brasil, Italia, Uruguay y Suiza— fueron secuestrados y a cambio de su liberación, y de la de todos los demás diplomáticos, se pidió la de 311 presos políticos y se exigió, como si no bastara, el pago de 50 millones de dólares. Los periodistas, en frente de la sede, crearon un campamento al que llamaron ‘Villa Chiva’. Y los vecinos del barrio La Soledad, sin pensarlo dos veces, convirtieron la crisis en un negocio y arrendaron algunas habitaciones a reporteros de la televisión norteamericana. La toma de la embajada, la nueva película de Ciro Durán, director de Gamín y Nieve tropical, no sólo registra, con la paciencia de un documental, todos estos hechos. Se dedica, sobre todo, a presentar a una serie de personajes memorables, a comprender y revelar las emociones que surgieron entre los revolucionarios y los secuestrados y a recordar, con sentido crítico, que el pasado de Colombia es el presente. Esos son, acaso, los mayores logros del relato: describe a unos hombres y a unas mujeres que se enfrentan, poco a poco, a sus temores; descubre que los enemigos recuperan la humanidad y la solidaridad cuando, en el encierro, se miran a los ojos; demuestra que a ninguna de las partes involucradas en el conflicto le interesa escapar del círculo vicioso de las injusticias sociales para comenzar a tener una Historia, y, en vez de asumir una posición, se conforma, con sabiduría, con presentar una suma de versiones sobre los hechos y concluye, con los protagonistas, que todos podrían ser los héroes o las víctimas. La toma de la embajada recuerda, a pesar de algunas actuaciones vergonzosas, los mejores momentos del cine de Kostantin Costa-Gavras, director de Z y La caja de música, y no sólo deja en el espectador la sensación de que la única manera de tener una Historia es narrándola —y que, en consecuencia, alguien debería filmar el 9 de abril, la toma del Palacio de Justicia o la vida de Pablo Escobar—, sino que le deja al cine colombiano personajes que, como ‘La Chiqui’, el ‘Comandante Uno’, Ricardo Galán y Virgilio Lovera, descubren, en medio de la ira, la ironía y la desesperación, que comparten las funciones vitales y la decepción. Ese es el sentido de la película. Y ese es su logro.