Home

Cultura

Artículo

C I N E    <NOBR></NOBR>

La tormenta perfecta

La verdadera historia de esta película está fuera de ella.

Ricardo Silva Romero
2 de octubre de 2000

Es una película digna de admiración. Pero casi todo lo que la convierte en algo memorable se encuentra en la apasionante trama de su tras escena. Porque, para comenzar, se trata de una historia verdadera. La del Andrea Gail, un barco pesquero de Gloucester, Massachusetts, que, en el otoño de 1991, se quedó atrapado, en medio del Atlántico, en la tormenta del siglo.

El guión, basado en el libro de Sebastian Junger, es justo con los hechos y, contra todos los pronósticos, centra su primer acto en la presentación de los seis personajes principales. Son hombres de mar. Alguien los quiere. Tienen una vida por vivir. Si llegaran a morir, sepultados por el océano y el viento, sería toda una tragedia.

La puesta en escena, dirigida por Wolfgang Petersen, es tan verosímil como la de un documental. Petersen, autor de En la línea de fuego y Avión presidencial, es un director admirable. Nació en Alemania hace 60 años, ha filmado 13 largometrajes y, a partir del éxito de El barco, su última película alemana, se ha ido convirtiendo, desde los años 80, y sobre la base de su intuición comercial, su honestidad, su atención a los detalles y su preciso manejo del suspenso, en uno de los más respetados profesionales de Hollywood.

Sus películas narran la historia de hombres que, en medio de la crisis, intentan seguir siendo fieles a sí mismos. Por eso los esfuerzos por entender la vocación de los pescadores. Por eso los actores de La tormenta perfecta, después de superar meses y meses de mareos, aprendieron a vivir en el mar. Es cierto que no era el océano, sino el inmenso estanque de un estudio, y es cierto que las olas de más de 30 metros de altura fueron creadas por computador, pero es cierto, así mismo, que Mark Wahlberg estuvo a punto de perder una pierna en la lucha con un tiburón de mentira, que el barco utilizado para la filmación era un gemelo del Andrea Gail y que en una de las escenas finales, en las bancas de la iglesia, se encuentran muchos de los verdaderos protagonistas de la historia.

La tras escena de la película es, pues, admirable. Pero ahora, cuando ya ha sido presentada en los teatros del mundo, el primer acto del drama se revela como un pretexto para una experiencia de sonidos y de imágenes y la puesta en escena, llena de suspenso, detalles e intuición comercial, se pierde en la fascinación por la tormenta y la torpeza de un par de historias paralelas que, poco a poco, agotan al espectador.

Sería ridículo criticar a Petersen por no ser Joseph Conrad y no permanecer junto a sus personajes. Pero sí podríamos decir que el suspenso de las olas digitales y de las tramas secundarias detienen el relato y que la fidelidad con los hechos lo convierten en un recuerdo triste para todos los que esperaron en el puerto, pero en una aventura que no despierta toda la compasión de los demás, porque jamás entenderemos las vocaciones de los otros, y estos pescadores, dentro de las reglas de su juego, han tenido el final que merecían.