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La verdadera historia de Joe Gould

Una crónica ejemplar de Joseph Mitchell, legendario periodista de ‘The New Yorker’.

Luis Fernando Afanador
12 de marzo de 2001

Joseph Mitchel
El secreto de Joe Gould
Anagrama, 2000
178 paginas
$ 31.000

Joe Gould era un hombre pequeño. Tenía la voz gangosa y un acento de Oxford. Provenía de una familia de alcurnia de Nueva Inglaterra —había estudiado en Harvard— pero derrochaba su vida entre los comedores, los bares y las cafeterías del Greenwich Village, en Nueva York. Hasta el final sería un bohemio incorregible que sobrevive gracias a la caridad de los amigos. Se justificaba de una manera casi irrefutable: estaba escribiendo una obra maestra, la historia oral de nuestro tiempo, sólo comparable a Auge y caída del imperio romano, de Gibbon.

Historia oral trataba sobre cosas que había visto u oído, conversaciones literales o resumidas de la gente. “Lo que dice la gente es historia”, creía Gould quien desdeñaba, por falsa, la historia formal de napoleones, reyes, tratados, batallas, etc. La que él hacía, en cambio, sí le parecía verdadera: poner por escrito los amores, las penas y los trabajos de las personas comunes, “los de a pie”. Escribía en cuadernos escolares y la extensión de su trabajo ya era 11 veces más larga que la Biblia.

Doscientos setenta cuadernos en una letra casi ilegible, cerca de 20.000 conversaciones con biografías incoherentes de vagabundos, relatos de marinos errantes conocidos en los bares de South Street, truculentas descripciones de experiencias hospitalarias y clínicas, testimonios de conversos en reuniones callejeras y confusas opiniones de docenas de “oráculos de banco de parque” y “sabios de la botella”. Una especie de enciclopedia de la habladuría, un muestrario de rumores, chismes y disparates. “He cubierto plenamente lo que podríamos llamar el submundo intelectual de mi época”, afirmaba Gould acerca de su trabajo.

Pero nunca había logrado interesar a un editor en su obra. No le importaba. Creía firmemente que escribía para la posteridad. Por eso, cuando supo que mientras durara la guerra, el Museo Metropolitano había trasladado sus pinturas más valiosas a un depósito a prueba de bombas fuera de la ciudad, tuvo “un ataque de pánico”. Recogió todos sus cuadernos, dispersos en casas de amigos, y se los entregó a una bibliotecaria conocida para que los guardara en su finca de Long Island. En un sobre mugriento guardado en el bolsillo superior de su chaqueta, llevaba siempre un testamento en el que legaba dos terceras partes de sus manuscritos a la Biblioteca de Harvard y el resto al Instituto Smithsoniano.

Esta es, a grandes rasgos, la impresión que tuvo Joseph Mitchell sobre aquel extraño personaje real, Joe Gould. Que coincide con la de la gente del Village que llegó a conocerlo. Y así lo escribió en un perfil que con el título El profesor Gaviota, apareció en The New Yorker (número 12 de diciembre de 1942) y que constituye la primera parte del libro. Sin embargo, todavía quedaba mucha tela por cortar. Joe Gould llegaría a tener cierta celebridad gracias al escrito de Mitchell. Se harían amigos, o mejor, Joe Gould elegiría a Mitchell como su confidente durante los 10 años que le quedaban de vida: tiempo suficiente para llegar a descubrir su verdadera historia. Con el título El secreto de Joe Gould, Mitchell haría un nuevo perfil (corregido y aumentado) que se publicó en la misma revista en el año de 1964. Es la segunda parte del libro.

Sobra decir que vale la pena y que no se puede contar. Además, nos enseña Mitchell: “Una de las pocas cosas que he aprendido en la vida es que para todo hay un momento y un lugar”. El secreto de Joe Gould es una iluminación a la altura de la mejor literatura, dice Salman Rushdie. Ahora que por fin se han recogido en un volumen, estas crónicas de Mitchell no sólo deben ser leídas, sino que habría que abastecerse de varias copias para regalar a nuestros mejores amigos, dice Julián Barnes. Es cierto.