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LA VISITA DE LOS ANGELES

Una exposición que reivindica la originalidad del arte colonial suramericano.

EDUARDO SERRANO
8 de marzo de 1999

Las obras de arte boliviano que se presentan en el Museo Nacional conforman una muestra
deslumbrante que no sólo permite la apreciación de algunas de las pinturas más logradas de los siglos XVII y
XVIII en el virreinato del Perú, sino que hace manifiestas las razones de la creciente atención que se le
presta internacionalmente al arte colonial suramericano. La exposición, curada por José de Mesa y
acompañada por un enjundioso catálogo que incluye textos suyos y de Teresa Guisbert, verdaderas
autoridades en materia de la pintura colonial andina, ofrece la posibilidad de volver a mirar con ojos menos
prejuiciados la producción artística de un período que hasta hace poco tiempo se menospreciaba con
argumentos tan discutibles como el de que se trata de copias de grabados europeos, los cuales eran en
blanco y negro y de dimensiones reducidas.
La mitad de la exposición está dedicada a los ángeles, esos seres asexuados que hicieron la transición entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento (e inclusive entre el paganismo y el cristianismo) y que si bien se
representaron desde los tiempos de las catacumbas y proliferaron en la Edad Media y el Renacimiento,
cobraron una importancia inusitada en el barroco americano. Aparte de Perú y Bolivia se encuentran soberbias
pinturas de este tipo en México y también en Colombia, donde los Arcángeles de Sopó y las cortes celestiales
de las iglesias de Santa Clara en Bogotá y de Santa Bárbara en Tunja son ejemplos sobresalientes.
Excluyendo a Miguel (cuya iconografía es excepcionalmente variada), Gabriel y Rafael, mencionados en la
Biblia, los ángeles bolivianos provienen de los evangelios apócrifos y en particular de los libros de Enoc y de
Esdras. Es conveniente recordar que los ángeles, que son instrumentos de la voluntad divina pero que también
pueden ayudar a los hombres, no sólo están divididos en nueve jerarquías agrupadas en tres órdenes, sino
especializados en las funciones de cortesanos, mensajeros, guerreros y justicieros. Su apariencia ha
variado a través de la historia y así como alguna vez no tuvieron alas (en el sueño de Jacob eran ápteros y
necesitaron de una escala para subir al cielo), a veces son como niños juguetones, otras son mancebos
capaces de excitar los deseos de los sodomitas, y otras veces adoptan una apariencia femenina o
andrógina.
La mayoría de los ángeles incluidos en la exposición fueron pintados por el maestro de Calamarca (¿Javier
López de los Ríos?) o por sus seguidores, y son obras que a pesar de que permiten reconocer la influencia
del arte flamenco y español (especialmente de Zurbarán), también evidencian una gran originalidad a través
de su rica iconografía, la excelencia de su ejecución, el desdén por el claroscuro, y como reflejo del
contexto social en el cual fueron producidas. Estos ángeles llevan atributos correspondientes a diferentes
jerarquías y algunos son anónimos, como el Angel de la Guarda. Pero también se encuentran jóvenes militares
imberbes que pertenecen a la jerarquía de los arcángeles y que tienen nombre propio terminado en el, que
quiere decir Dios (Asiel, Baraquiel, Uriel). Los emblemas que los identifican y sus espléndidas vestimentas
a la usanza de la aristocracia española del siglo XVII con túnicas de delicados encajes, chaquetas largas
bordadas, cintas con piedras preciosas y sombreros con coloridas plumas les otorgan una apariencia
fastuosa y sin par en las versiones europeas.
Entre las pinturas presentadas figuran algunos de los famosos Arcángeles Arcabuceros, los cuales fueron
de singular utilidad para la prédica de la fe católica entre los indígenas puesto que, además de permitir
una asimilación con los fenómenos celestes venerados por los aborígenes, sus armas, que en un principio
parecieron manifestaciones del mundo sobrenatural, llegaron a simbolizar la protección de que gozaba
quien se convertía al cristianismo.
La otra mitad de la exposición está compuesta por pinturas de santos y de la vida de Cristo y de la Virgen
realizadas por Melchor Pérez de Holguín (un artista dado a plasmar el sufrimiento y el ascetismo), así como
por algunos de sus seguidores en la Escuela de Potosí, entre ellos Gaspar Miguel de Berrío, de quien se
incluye una Coronación de la Virgen, en la cual el misterio de la Trinidad se representa por medio de tres
personas iguales y no de Dios Padre, de Jesús y de la paloma del Espíritu Santo como era tradicional.
La mayoría son obras que revelan una incontenible propensión hacia la técnica del brocateado (ornamentación
con laminilla de oro en forma de hojas, flores, estrellas y roleos) que se aplicaba sin tener en cuenta el
movimiento de las ropas o sus pliegues y la cual le otorga atractivos reflejos a su viva policromía.
Mención aparte merece una pintura popular anónima en la cual el Cerro de Potosí encarna a la Virgen,
identificándola con la Pachamama y que constituye un ejemplo inequívoco de la simbiosis de que es producto
el arte colonial latinoamericano. Pero la muestra entera impresiona como logro estético, conduce a
reflexionar con los parámetros apropiados, es decir con criterios menos europeizantes y más alerta a los
aportes de los artistas de las Indias.