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Las campanas vuelven a doblar

Un crimen en la residencia cubana de Hemingway es el pretexto para descubrir a un escritor diferente del que ha creado la leyenda.

Luis Fernando Afanador
12 de mayo de 2003

Leonardo Padura
Adios, Hemingway
Norma, 2003
181 paginas En Finca Vigia, la casa de campo en las afueras de La Habana y hoy convertida en museo, donde el escritor Ernest Hemingway vivió varios años felices y escribió algunas de sus mejores historias, ha aparecido un cadáver. Un fuerte vendaval provocó la caída de una manga centenaria y, con las raíces del árbol, salieron a la luz los primeros huesos que los expertos identificaron como "un hombre, caucásico, de unos 60 años, con principios de artrosis y una vieja fractura en la rótula mal soldada, muerto entre 1957 y 1960 a causa de dos disparos, casi seguramente de fusil". Buena razón para que el ex policía Mario Conde, viejo conocido de los lectores de Leonardo Padura en sus otras novelas policíacas, se interese por el caso. Aunque se encontraba retirado desde hacía varios años, y muy contento en su nuevo oficio de escritor y de librero, no pudo negarse a aceptar la tentadora oferta de encargarse de la investigación que le hizo su antiguo compañero, el teniente Palacios. Y no sólo por aquello de que "un jodido tipo que fue policía es policía para siempre", sino porque Mario Conde, como nadie, había tenido una intensa relación de amor y odio con Hemingway. A los 5 años, en compañía de su abuelo, lo vio desde lejos en el pueblo de Cojímar y quedó deslumbrado. Luego fue el modelo devoto de sus primeros cuentos adolescentes y, años después, se convirtió para él en un ser prepotente, violento, exhibicionista, incapaz de amar a quienes lo amaban. El relato, entonces, se despliega en dos niveles que se irán alternando. De un lado, Hemingway, el 2 de octubre de 1958, fecha en la que probablemente ocurrió el crimen. De otro, el detective Conde, en el presente, interrogando a los empleados del escritor que aún viven, tratando de establecer ante todo la verdad , a pesar de sus ambivalencias y sus prejuicios. Los hechos y la interpretación de los hechos. Hemingway ya no es el mismo de antes. Ya no nada la milla diaria y se atora en su nuevo libro The Garden of Eden y hasta en la actualización de su vieja crónica dedicada al arte y la filosofía de las corridas de toros, Death in the afternoon. Sólo puede tomarse una copita de vino y ceñirse a una estricta dieta alimenticia. Tanta rutina, tantos actos previsibles y costumbres asumidas, lo han hecho comprender que se encuentra triste, solitario y final. Atrás quedaron su bohemia de París, las heridas de guerra, los safaris. Aprovechando que su actual esposa, Mary Welsh, ha salido de viaje para finiquitar la compra de unos terrenos en Ketchum, ha destapado una botella de Chianti, regalo de la condesita italiana Adriana Ivancich -la Renata de Across the river and into the trees- que le recuerdan el gusto de sus labios y le borran el sentimiento de culpa de beber más de lo permitido. No: no era ningún payaso en busca de escenarios exóticos o peligrosos. Si no podía amar, cazar, pelear, beber y escribir, no podía vivir. Entonces, para paliar un poco sus achaques, sale a pasear por el jardín con su perro Black Dog. Saluda a sus fieles servidores Calixto y Raúl. Al poco rato, se encuentra en el piso una insignia de FBI, que alborota su paranoia: sabe que esa agencia lo vigila desde hace tiempo por sus actividades en España y sus amigos comunistas, que su director, Hoover, lo ha calumniado acusándolo de homosexual. Mario Conde, mientras tanto, verifica que efectivamente un agente del FBI desapareció por esa época en La Habana y encuentra que una de las balas halladas pertenece a una ametralladora Thompson, arma que poseía Hemingway. El lector, conocedor de los hechos, llegará a saber quién (o quiénes) son los asesinos. El investigador, limitado personaje de novela, quedará con muchos interrogantes. Pero ambos, al final, tendrán una visión diferente del verdadero Hemingway, tan desconocido y calumniado por biógrafos y críticos. Un hombre quizá más derrotado por la vida y más cercano al autor de El gran río de dos corazones, que al heroico y poco creíble personaje que él mismo se inventó.