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L A N Z A M I E N T O

Las fiebres del Miramar

Marvel Moreno
13 de agosto de 2001

Por los años veinte y cuatro ocurrió una historia extraña en el balneario Miramar de Puerto Colombia. Para entonces las mujeres se habían cortado los cabellos, se ponían cintillos en la frente y de noche, cuando salían a bailar bajo las carpas verdes y blancas del balneario, lucían plumas en la cabeza y largos collares de perlas sobre sus vestidos bordados con lentejuelas y otros aderezos. Sus faldas cortas dejaban ver las ligas de sus medias transparentes en el momento de bailar el charleston. Ahora bebían whisky como los hombres y fumaban en boquillas de nácar. Eran libres por primera vez desde hacía siglos y parecían perfectamente despreocupadas por los problemas de la vida corriente. Desdeñando los valores de sus madres, habían inventado sus propias reglas en las cuales se destacaba el culto de las apariencias. Para merecer su aprobación había que ser rico, saber divertirse y estar a la moda. Y esas tres cualidades las tenían de sobra Nick Peterson y su esposa Liliana. El era el heredero de un hombre de gran fortuna en Boston y ella, la hija única de Joaquín Dávila, industrial barranquillero que al quedarse viudo prematuramente vendió sus negocios y se fue a vivir a los Estados Unidos. Era la primera vez que Liliana regresaba a la ciudad y, un poco como Divina Arriaga, su belleza y su aplomo, sus joyas y sus atuendos fascinaban a la gente. Su marido también: Nick era uno de los hombres más apuestos que se habían visto en Barranquilla y todas las mujeres estaban medio enamoradas de él. La pareja de recién casados parecía, sin embargo, unida por la eternidad: siempre se les veía cogidos de mano y cuando iban a bañarse al mar hacia las seis de la tarde Nick rodeaba con su brazo los hombros de Liliana. Bailaban el charleston mejor que nadie y los otros veraneantes hacían un círculo alrededor de ellos y los estimulaban con aplausos.

De pronto empezaron los problemas. Una de las sirvientas del Miramar, Piedad, despertó el interés de Nick. Sus ojos la seguían de mesa en mesa mientras servía el arroz con coco, las arepas y las yucas fritas, especialidades del balneario.

Era evidente que Liliana se daba cuenta porque su cara tenía una expresión de disgusto en el comedor y apenas si probaba los platos. Anunció a los cuatro vientos que iba a acortar su estadía en Puerto Colombia, pero al parecer Nick se opuso al proyecto. Furiosa, Liliana trató de convencer al gerente del Miramar de despedir a Piedad y, apenas se enteró de la cosa, Nick le consiguió trabajo a la muchacha al lado del balneario en la casa de un millonario conocido suyo, compañero de estudios en Boston. Fue lo peor que pudo pasarle a Liliana. Mientras Piedad estaba en el Miramar, Nick podía contentarse con verla a distancia, pero si salía para encontrarla en casa de su amigo anudaba con ella relaciones de complicidad, y por qué no, de amores. Por primera vez en su vida Liliana debía afrontar la adversidad y para eso no tenía armas eficaces. El orgullo, sin embargo, le impedía dar señas de inquietud, sobre todo porque sabía en el fondo de sí misma que su marido no iba a dejarla para vivir con una muchacha del pueblo. Nick tenía ambiciones políticas y dentro de unos años sería senador del Massachusetts. Le convenía, pues, mostrar una esposa irreprochable, capaz de recibir a lo más granado de la sociedad y de conceder entrevistas a las reporteras que hacían y deshacían las reputaciones de buen gusto y elegancia de las personas a la vista. Piedad, analfabeta e irremediablemente vulgar, sólo podía ser una aventura de paso. De todos modos Liliana se sentía humillada. Habría podido divertirse con cualquiera de los muchos admiradores que la aplaudían cuando bailaba el charleston con Nick, si en realidad los hubiera considerado de su mismo nivel social, pero ni siquiera sus primos merecían gracias a sus ojos. Hizo venir a su padre y Joaquín Dávila la acompañaba a la playa y le servía de chaperón en el momento de cenar si su marido no estaba en el balneario.

Nick, por su parte, vivía la gran pasión de su vida. Con Piedad se desprendía de sus inhibiciones de niño bien educado bajo la insoportable disciplina de un colegio destinado a formar la élite de los Estados Unidos y descubría las maravillas del aguardiente con limón y sal, la música arrabalera y las delicias de una mujer sin pudor y complaciente que le arrancaba la máscara del puritanismo. Con el fin de salvar las apariencias pasaba el día entero en el Miramar, pero apenas caía la tarde iba a buscar a Piedad como gato enamorado y recomenzaba la voluptuosa fiesta de los sentidos. El amigo que le había dado aquel trabajo a su amante, Ernesto de Saavedra, aprobaba su capricho en buena parte para vengarse de Liliana, que había rechazado alguna vez sus avances y, también, para granjearse el eterno reconocimiento de un hombre que podía abrirle más de una puerta en los Estados Unidos. Nick estaba feliz y en medio de su euforia decidió convertirse en el Pigmalión de Piedad. Le enseñó a sentarse sin abrir las piernas, a utilizar los cubiertos como es debido y a extirpar de su vocabulario las frases vulgares. El no dominaba muy bien el español, que había aprendido gracias a una niñera, pero su abuela materna era una Alabardo de Cuéllar y Remaso, de gran alcurnia castellana, que siempre le habló en ese idioma para que no perdiera sus orígenes latinos. Quedaba el problema de vestir correctamente a Piedad. Por entonces no había en Barranquilla almacenes de ropa y las costureras demoraban semanas bordando lentejuelas y perlitas sobre los vestidos de gasa. Ernesto de Saavadra encontró la solución pasándole a Piedad los atuendos que su hermana había dejado antes de irse a pasar vacaciones a Montreux. Estaban un poco usados y los zapatos eran de una medida menor para los pies de Piedad. De todos modos ella empezaba a cambiar: ya no se ponía pachulí, ni el estridente rojo de labios de antes y soportaba estoicamente el dolor de sus pies apretados.

Para Piedad aquel amor le ofrecía ventajas materiales como nunca había osado imaginar ni siquiera en sus fantasías más disparatadas. Hija de una familia de quince hermanos vivos y diez muertos podía al fin permitirle a su familia comer hasta saciarse porque le entregaba a su madre todo el dinero que Nick le daba. Los fines de semana, sus días de reposo, llegaba al rancho de su familia y lo primero que hacía era quitarse los zapatos y meter sus maltratados pies en una palangana de agua con vinagre. Todo el mundo, sus parientes y vecinos, le envidiaban su suerte. Su madre le había aconsejado que no se hiciera ilusiones porque los caprichos de los ricos aparecían y se esfumaban con la misma rapidez que habían venido. Pero Piedad, siempre aporreada por la vida, había comenzado de repente a soñar. Sabía que nunca sería la esposa de Nick, no obstante creía que él la llevaría a los Estados Unidos como querida. Por unos pesos la maestra de la única escuela del pueblo se puso a enseñarle a leer y a escribir. En tres semanas Piedad era otra y hasta se preguntaba confusamente si sus apetitos carnales serían del agrado de Nick, pero él la tranquilizó diciéndole que su espontaneidad hacia las cosas del placer era lo que más le atraía en ella. Piedad estaba perpleja. Por un lado Nick la incitaba a volverse distinguida, es decir lánguida y delicada, y por el otro quería verla lujuriante y siempre disponible. Su amor de Nick era sincero y no quería perder al hombre que despertaba en ella la pasión y, al mismo tiempo, la ayudaba a ascender de nivel social y la cubría de regalos. Todo iba bien hasta que apareció Raúl, su hermano mayor.

Raúl era un pendenciero que había violado a Piedad cuando ella tenía doce años de edad y había estado en prisión cuatro veces. Conocido como ratero por la policía, formaba parte de la banda de Pedro Alcázar, un hombre de buena cepa que había rodado al fango y desvalijaba las casas de los ricos llevándose hasta los retratos de familia y dejando en el suelo sus heces y las de sus cómplices y una tarjeta en la cual escribía: "Pedro pasó por aquí y se robó todo lo que había". Como gozaba de influencias gracias a sus parientes la policía no lo molestaba en los bares de mala vida que solía frecuentar, pero en cambio, le caía encima a sus codelincuentes y los interrogaba hasta hacerles confesar adónde habían escondido su parte del botín. De esos maltratos y de tanto ver el lujo de la clase dirigente, Raúl había concebido un odio total hacia la burguesía. Así que cuando regresó a casa de su madre después de salir de la cárcel y descubrió quién era el amante de su hermana resolvió ahí mismo aprovecharse de la situación y sonsacarle dinero a Nick amenazándolo con contarle toda la historia a su esposa Liliana.

Nick terminó en el acto sus relaciones con Piedad. Una cosa era amar a una muchacha que se refugiaba en sus brazos como un pajarito asustado y otra afrontar a un hampón. La sola vez que oyó hablar a Raúl pareció descubrir de golpe de dónde salía su amante y cuán inútiles serían sus esfuerzos para arrancarla de su medio. Comprendió, además, que Raúl podía ejercer en cualquier momento su chantaje y comprometer su carrera política. Le dio diez mil pesos a Piedad, una suma astronómica en la época, y sin tener en cuenta sus lágrimas y sus súplicas volvió al lado de Liliana. La aventura había afinado su conducta erótica y supo llevarse de cuajo el recato de su esposa y conducirla a éxtasis hasta entonces desconocidos por ella. De haber podido hacerlo, Liliana le habría agradecido a Piedad el haberle enseñado a Nick a despertar su sensualidad. Ahora vivían una verdadera luna de miel en vez de fingirla cogiéndose de manos y mirándose como enamorados. Ya no bailaban el charleston hasta el amanecer, sino que se retiraban temprano a su cuarto para entregarse de nuevo a sus juegos voluptuosos. Liliana resplandecía como un diamante. De los Estados Unidos le había llegado por barco un ajuar encargado antes de partir a Barranquilla, con sombreros de plumas de pavo real y vestidos de gasa blanca apretados en las caderas y bordados con diminutas piedras brillantes. Le llegaron, además, los nuevos modelos de trajes de baño, más osados que los anteriores, y cuando salía de su casilla a las seis de la tarde para bañarse en el mar los ojos de los hombres la seguían con codicia. Los de Raúl también.

Después de arrancarle a Piedad los diez mil pesos que Nick le había dado como regalo de despedida, Raúl se compró un vestido de lino con chaleco, diez camisas y dos corbatas. Nunca había poseído tanto dinero, ni siquiera cuando robaba bajo las órdenes de Pedro Alcázar. Pese a su nueva situación el acceso al Miramar le estaba vedado porque desde el gerente hasta el jardinero conocían su fama de bandido. Sin embargo sabía el modo de entrar en el balneario, saltando la empalizada, y de esconderse detrás de las casillas. En otro tiempo no se habría atrevido a mirar a Liliana, pero desde que se enteró de las relaciones de su hermana y de Nick le pareció que tenía derecho de hacerle la corte. Esperó días enteros escondido detrás de su casilla y apenas tuvo la oportunidad de estar a solas con ella le cortó el paso y se presentó. Liliana vio un hombre de vestido arrugado y cabellos pegajosos de gomina, con zapatos correctos, aunque cubiertos de polvo, no del todo feo, sino vulgar: tenía las uñas largas y llevaba un zafiro (robado) en el meñique. Y ese individuo horrible pretendía hablarle de amor, exigía una respuesta, trataba de acariciarla y, al ver que ella se echaba hacia atrás como si su mano fuera una araña, le contaba de manera soez la aventura de Nick con Piedad. Liliana soltó una carcajada un poco histérica y sin decirle una palabra se dirigió a la playa. Aquella misma noche Raúl abrió un agujero en la parte trasera de su casilla para verla desnuda cuando se desvistiera.

Liliana no le contó nada a Nick. Al día siguiente, a eso de las seis de la tarde, cuando el sol se ponía en el horizonte, fue hasta su casilla luciendo un primoroso sombrero de tul sostenido en los cabellos por un largo alfiler. Se quitó lentamente el vestido, las medias y la ropa interior. Luego, sin saber muy bien por qué, le arrancó al sombrero el alfiler y con un gesto rápido que tenía la precisión de un zarpazo de felino lo hundió en el agujero a través del cual Raúl la estaba mirando. Se oyó un grito atroz y la gente corrió hacia la casilla. Vieron a Raúl tirado sobre la arena bramando de dolor y cubriéndose un ojo con las manos. Un instante después Liliana salió de la casilla vestida con su traje de baño a la última moda y no sin desprecio le dijo al gerente del Miramar, que había llegado a las carreras: "En este balneario ni siquiera es posible desvestirse en paz". Todo el mundo aprobó su comportamiento. Dos días después ella y Nick tomaron el barco que debía conducirlos a los Estados Unidos, los otros veraneantes se fueron y el Miramar cerró sus puertas para no abrirlas jamás.