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Las hermanas de la Magdalena

Ocurrió en Irlanda, en la mitad del siglo XX, pero no lo podremos creer sino hasta el final de la película.

Ricardo Silva Romero
7 de septiembre de 2003

Nos hace sentir la asfixia de aquellas mujeres encerradas. Nos lleva a todos los rincones del asilo de las hermanas de la Magdalena, en Irlanda, una especie de cárcel en donde fueron encerradas, hasta finales de los años 60, cientos de jóvenes indefensas que, después de cualquier mirada, después de cualquier error, recibieron apelativos como "indigna", "impura" o "libertina" por la Iglesia, por sus familias y por sus propios cerebros lavados, y nos obliga a experimentar, los días y las noches de las prisioneras -sí, eran prisioneras: debían pasar el resto de sus vidas ahí, en el encierro, si no querían soportar la eternidad en el infierno- bajo la mirada indolente de un grupo de aterradoras monjas vigilantes. No es fácil disfrutar la película: ni siquiera los claroscuros de sus esquinas ni las brillantes actuaciones de su elenco inexperto pueden aliviar el dolor que nos producen todas sus escenas.

Seguimos, en detalle, cuatro historias perturbadoras: Margaret ha sido violada por su primo más querido, en la inolvidable secuencia que abre el largometraje, y, como ha cometido el error de acusarlo ante su familia, debe ser encerrada en el asilo; Bernadette merece ser recluida pues se ha dedicado a oír los piropos obscenos de los alumnos del colegio vecino, sin negarles las sonrisas nerviosas; Rose acaba de tener un bebé sin haberse casado y, aunque lo ha entregado en adopción ante las presiones de sus padres, será castigada en el claustro hasta que le llegue el día de la muerte; una mujer en el borde de la locura, Crispina, que también tuvo un hijo a destiempo, las llevará por los horrores del convento y gracias a ella aprenderán que la compasión que le da forma al catolicismo no aparece en ese sitio.

El director de Las hermanas de la Magdalena, el actor escocés Peter Mullan, no esconde jamás la tristeza, el asco, la ira que le produce la crueldad con la que fueron tratadas las jóvenes en ese lugar. Su cámara no adorna las situaciones, no busca ángulos interesantes en medio del drama. Es honesto, desde el comienzo, en su repudio. No presenta el otro lado de la historia ni trata de entender los puntos de vista de las vigilantes. Reduce aquel mundo a una relación entre víctimas y victimarios, pero ¿podría haber hecho otra cosa?, ¿podría haberse puesto en el lugar de las frías monjas del Santuario como Philip Noyce, el director de Cerca de la libertad, se puso en los zapatos de aquellos hombres blancos que de verdad creían hacerles un bien a las niñas mestizas separándolas de sus familias y encerrándolas en un orfanato?, ¿podría haber visto gestos humanos detrás de los horrores?

De pronto sí. Tal vez podría haber contado otra historia. Pero ésta, que es ahora la que importa, no nos dejará en paz por mucho tiempo.