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Las letras de Nueva York

Hace 80 años nació 'The New Yorker', una revista que se ha dedicado a cultivar el periodismo narrativo y la literatura. Entre sus colaboradores se encuentran las mejores plumas del mundo.

26 de agosto de 2005

Jorge Luis Borges decía que "la única manera de hacer una revista es que unos jóvenes amen u odien algo con pasión. El resto es una antología". Fue esta pasión la que llevó a Harold Ross a fundar, en 1925, un semanario que se convertiría en una pieza indispensable para el diálogo cultural en Estados Unidos. The New Yorker nació con la idea de ser un semanario urbano y de humor sofisticado, pero, con los años, también se convirtió en un trampolín para escritores y en una tribuna para el mejor periodismo narrativo del planeta.

Aunque para muchos devotos de The New Yorker fue Ross quien elevó el prestigio del semanario a su más alto nivel, William Shawn, que lo sucedió tras su muerte en 1951, fue el que imprimió el estilo definitivo. Fue él, por ejemplo, quien decidió que el reportaje de 150 páginas escrito por John Hersey en 1946, sobre las víctimas de la bomba atómica en Hiroshima, ocupara toda la revista. Por primera vez en su historia, se eliminaron las tradicionales secciones de Cartoons, los poemas o el Talk of the Town. Y a partir de ese mes de agosto, el New Yorker dejó definitivamente de ser considerada una revista de humor y comenzó a despertar la conciencia de los norteamericanos sobre causas sociales y políticas.

En 1965, el reportaje de A sangre fría, de Truman Capote, también fue publicado en cuatro entregas y continuaba, de esta manera, siendo una caja de continuas sorpresas para los lectores. En sus páginas han publicado textos de ficción y sofisticados reportajes casi todos los grandes autores estadounidenses del siglo XX: narradores como Salinger, Hemingway, Updike, Cheever, Bellow; prosistas como Joseph Mitchell; críticos de arte como George Steiner; o poetas como Robert Frost.

Shawn también decidió abrir las fronteras y comenzó a publicar trabajos de Borges, Martín Amis, Alma Guillermoprieto y Gabriel García Márquez, por mencionar sólo algunos. Guillermoprieto, por ejemplo, colabora desde 1989 y, según ella, la importancia del New Yorker no reside sólo en la combinación perfecta que hace entre literatura y periodismo, sino en que "es una revista que representa una voz épica dentro del discurso nacional de Estados Unidos".

Pero el éxito no siempre ha acompañado al semanario. En 1984, Advance Communications, la empresa propietaria de Condé Nast (los editores de Vogue y Vanity Fair) y de Random House, compró la revista. Tres años después, los nuevos dueños decidieron reemplazar a Shawn por Robert Gottlieb y, a partir de ahí, el New Yorker entró en un proceso de declive que se agudizaría con la entrada de Tina Brown (1993-1998) quien, para muchos, puso fin al estilo original.

Sin embargo, David Remnick, quien lleva siete años como director, quiso recuperar la personalidad y el prestigio de la publicación. Es bien sabido que esa personalidad está definida, casi en su totalidad, por las ilustraciones de la portada. Por eso Remnick decidió retomar el tono original de éstas. Basta con recordar dos de las más recientes: luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, la portada sólo incluía a las Torres Gemelas pintadas de negro sobre un fondo del mismo color. O en marzo 31 de 2003 se mostraba a unos soldados en alerta mientras pisotean pancartas de las protestas contra la guerra en Irak.

Esa marca registrada en la que se han convertido las ilustraciones y las plumas del New Yorker sigue captando los momentos más importantes de la historia, una idea que, tal vez, no fue intencional. "Empecé esta revista porque pensaba que sería muy divertido dirigir un semanario de humor, uno no tiene que hacer nada más que sentarse a reírse todo el tiempo de sus contribuciones graciosas", dijo su obseso fundador, Harold Ross, meses antes de su muerte.