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Letras de fútbol

Un libro que reúne artículos del novelista Javier Marías sobre fútbol.

Luis Fernando Afanador
2 de octubre de 2000

Para Javier Marías el fútbol es un deporte que incita a la violencia no porque se juegue con los pies sino por la angustia que genera: no basta con ganar, hay que ganar siempre, en cada temporada, en cada torneo, en cada partido. Un arquitecto o un músico pueden dormir sobre sus laureles después de haber hecho un magnífico edificio o un disco memorable. Pueden darse el lujo de no hacer nada durante un tiempo o hacer algo menor. Un escritor puede vivir de la gloria de una obra maestra escrita 20 años atrás. En el fútbol no. No cabe el descanso. No sirve haber sido campeón el año anterior: hay que volver a ganar. Empezar desde cero siempre, como empieza desde cero todo partido. No se puede atesorar nada, a pesar de los trofeos y las estadísticas. De nada sirve el recuerdo y el público no agradece ni siquiera la alegría de la semana anterior. Por fortuna, la pena y la indignación tampoco son duraderas.

La violencia de los estadios es otra cosa. Allí el peligro no es el fútbol sino la masa encerrada, que es peligrosa trátese del espectáculo que sea. En masa, tiende a salir lo peor de nosotros mismos. Aunque, a veces, también puede salir lo bueno. En una semifinal de la Copa de Europa entre el Real Madrid —el equipo de los más constantes amores de Javier Marías— y el Borussia Dortmund, unos ‘mulas’ derribaron una portería. No había otra de repuesto y los casi 100.000 asistentes al estadio de Chamartín —miles de ellos de pie— tuvieron que esperar casi hora y cuarto hasta que trajeran otra. Setenta y cinco minutos sin saber si el partido iba a reanudarse. Setenta y cinco minutos de frustración y anticlímax, pero no sucedió ninguna desgracia. Fuera de algún abucheo contra la barra sur —culpable del incidente— y contra los incompetentes directivos, nada que lamentar. Por el contrario, la gente mostró gran serenidad y civismo.

A propósito de cierta escoria que apoya al Real Madrid con cánticos y símbolos racistas y nazis, con banderas franquistas, Marías les recuerda su amnesia histórica: este fue el equipo de los derrotados en la Guerra Civil, de la gente de izquierda: “El Madrid llevaba en su nombre el de la ciudad asediada y bombardeada, mientras que el Atlético Aviación (como se llamaba en sus orígenes el Atletic) era el equipo de los pilotos franquistas, justamente los que se habían dedicado a bombardear la capital con saña”. Fueron los triunfos europeos de los años 50 y 60 —la gran época de Di Estéfano, Puskas, Gento— los que hicieron que la dictadura, en forma oportunista, se aproximara al equipo y no al contrario.

El fútbol se parece tanto al cine —dice Marías— que por esa razón raras veces ha sido llevado a la pantalla: sería una redundancia. A pesar de los uniformes, de ser un deporte colectivo, permite que a los jugadores se les recuerde en forma individual. Así como el aficionado al cine distingue con nitidez a Gary Cooper o a Henry Fonda, el aficionado al fútbol sabe visualizar “al instante, al mero conjuro del nombre, las facciones, la carrera y la planta de cualquier oscuro defensa o sacrificado medio al que haya visto pisar un campo unas cuantas veces”. Pero hay más. Los jugadores de los equipos cambian cada poco tiempo, como cambian los actores en las películas. Y no obstante, como si se tratara del estilo inconfundible de un director de cine, aparece una mano invisible en cada club que permite reconocer a cada formación distinta. Por eso es imperdonable el tráfico desbordado de mercenarios que está ocurriendo ahora, la selección holandesa disfrazada del Barcelona.

Mercenarios con técnica y sin memoria de viejas rivalidades. Se le quiere quitar al fútbol el coraje, la solidaridad, la vergüenza, la revancha, la nobleza, el encono. Esos sentimientos que rigen la vida y que por eso mismo lo hacen atractivo. Tenemos entonces partidos asépticos, iguales: los dirigentes no saben que al desterrar aquellos sentimientos están acabando con la gallina de los huevos de oro televisivo.

Habría tantas cosas que decir sobre este libro. Por lo pronto, es suficiente que su autor es un tipo confiable. No hace sociología barata, ni trata de interpretar el juego desde perspectivas sicoanalíticas: es un aficionado. Y escribe muy bien.