Home

Cultura

Artículo

LO NECESARIO Y LO SUPERFLUO

El exito de las corridas en Colombia tiene muy poco que ver con los toros

ANTONIO CABALLERO
23 de febrero de 1987

Después de los días diáfanos y esplendorosos de diciembre y enero volvieron ya las lluvias. Y con las lluvias, la temporada de toros. Porque en Bogotá los toros son solo para el invierno. Se dejan pasar en balde los soles calurosos y los cielos azules para iniciar la fiesta únicamente cuando ya está bien asentada la época gris de los aguaceros. Apenas Monserrate se apisona de nubarrones espesos como un engrudo negro y ruedan los primeros truenos, los buenos aficionados sienten que su corazón se regocija al fin: "Este domingo vamos a toros".
Es misterioso eso. Pero así es. Al público de toros de la Santamaría le gusta ver los toros mientras sobre su cabeza lluve a chuzos, y una película de agua que cae del filo del capuchón de plástico o de la visera de la cachucha deforma las imágenes de lo que pasa en el ruedo. En Bogotá se ven, todas las temporadas, por lo menos tres corridas con el agua a la rodilla. Toros y toreros, caballos y banderilleros levantando anchas cortinas de espuma, como si esquiaran en un lago. Y en los tendidos, el florecer amarillo, azul y rojo -la bandera nacional- de las capuchas de plástico compradas a la entrada de la plaza.
Al cuarto toro ya nadie está sentado, no porque se haya visto alguna de esas mágicas faenas que ponen en pie a toda una plaza, sino porque las cascadas que bajan por los tendidos tienen ya empapado el culo de los aficionados.
Y sin embargo el espectáculo, por el cual además hay que pagar precios escalofriantes, llena la plaza. No sólo en Bogotá: en Cali, en Medellín, en Manizales, en Cartagena. Pronto Pereira tendrá también una plaza de toros permanente, y además hay novilladas y corridas en cosos de madera desmontables en docenas de ciudades y pueblos del país, de Jamundí en el Valle a El Espino en Santander, y de Sincelejo en Sucre a Soacha en Cundinamarca. Colombia es uno de los países en donde la afición por los toros está más arraigada, desde las andaluzadas ficticias de Manizales -calañés y altas peinetas- hasta la brutalidad desnuda de las corralejas de la Costa. Se trata de un espectáculo masivo y popular. Y sin embargo siempre tiembla una duda: eso que gusta tanto ¿sí son toros? Es decir, y al margen de la evidencia genética de que los toros en América son distintos, y se comportan en el ruedo de distinta manera, de los toros de España: ¿sí tiene algo que ver con d arte de los toros eso que van a ver por decenas de millares los aficionados colombianos?
La mayor parte de las veces no. En Colombia gozan de un incomprensible favoritismo esos espectáculos que se llaman "mixtos", y en los cuales se presentan un cantante y un payaso y una troupe de enanos que bailan pasodoble, además de un torero frente a un toro tigrero o un semental cebú. A veces el cantante y el torero son la misma persona, que por añadidura tiene nombre de galleta: es el caso de Noel Petro. Otras veces el torero es, además, paracaidista. En Colombia, en los toros, gustan los mariachis, el Indio Anazónico con su anaconda enroscada, las señoritas toreras: todo lo que no son toros.
Pero tambien en los toros-toros, en las corridas de verdad, de toreo serio, lo que suele despertar el entusiasmo sincero de los públicos colombianos no son los toros en sí, sino todas las cosas superfluas que los rodean. Son públicos que deliran de maravillamiento y de pasión por el insensato que recibe al toro a porta gayola con una larga cambiada, de rodillas en el ruedo ante la puerta de toriles, con el agua a la cintura. Y sale chapoteando el animal, y atropella al valiente que vuelve a levantarse encendido de ira, y el público entra en éxtasis. Son públicos que a cualquier otra cosa prefieren el tercio de banderillas, que es un tercio de adorno, que nada tiene que ver con el objeto serio de una corrida de toros. (De ahí, también, que los toreros colombianos, y más generalmente todos los americanos, sean brillantes y vistosos banderilleros, pero mediocres toreros. Para torear se necesita conocer los gustos del toro; para banderillear, los gustos del público. Son dos ciencias distintas). Es un público que ama los adornos: ¡ah, ese "teléfono" que hace vibrar las plazas! O esos pases grotescos con el matador colgado por un brazo del costillar del toro. O, entre los lances de capa, los que no sirven para nada: unas cacerinas, digamos. Pero eso mismos públicos, en cambio, desprecian y aún detestan las cosas necesarias: la pica, por ejemplo. En cualquier plaza de Colombia a un picado lo silban desde que hace el paseillo sin la pica en la mano todavía.
Sólo lo absdutamente superfluo es considerado completamente indispensable. Un aficionado a los toros en Colombia concibe perfectamente una buena corrida sin pica y sin faena de muleta e inclusive sin suerte de matar -esa manía del indulto, que se pide y se otorga a manos llenas-, pero nunca sin bota de vino para exhibir ante el vecino, y más tarde en el taxi. La bota es una necesidad de tal modo vital una tarde de toros que son docenas los aficionados que, habiéndola olvidado, no vacilan en comprar a la entrada de la plaza una nueva y sin curar, hedionda a cuero y alquitrán -esas botas "tres zetas," falsificadas de Pamplona- y tampoco vacilan en llenarla con esa manzanilla misteriosa que allí mismo se vende. Lo importante en los toros no es verlos, sino estar borracho a partir del segundo.
Y como la bota es todo lo demás. La música, por ejemdo, de la cual se considera unanimemente que tiene por función poner contento al público, cuando en realidad se trata (en la ortodoxia al menos) de premiar la faena del torero. Es por eso que en la plaza de Cali tocan salsa, para premiar a los caleños. Y en la de Manizales interpretan "ay Manizales de armiño", tormento que no puede tener ningún objeto distinto del de premiar a lo manizalitas. Sólo cuando el que torea es maestro veterano compatriota Pepe Cáceres se piensa en premiarlo a él, aunque no se lo merezca: y entonces la banda toca el bunde tolimense.
Pero es que también de Pepe Cáceres gusta lo superfluo, y no lo necesario. Gusta que sea el matador de toros en activo más viejo del planeta. Y con otros sucede lo mismo: del Gitanillo de América gusta que se llame así "gitanillo", aun cuando no sea gitano, como si fuera el nombre lo que importa en un torero. (Bueno, sí: pero es que por debajo del apodo se llama Over Gelain: también hay que entenderlo). Gusta todo lo que sobra las orejas, los rabos y las patas, aun que no haya faenas. Lo que más gusta de todo es justamente lo más superfluo que tienen las corridas de toros, que es la cornada grave, o el revolcón al menos. En la barbarie sin atenuantes de las corralejas, la cornada es lo único que gusta.
Otra duda, sin embargo. Tal vez todas las consideraciones anteriores sean totalmente injustas, puesto que si bien se mira, no hay nada más superfluo que las corridas de toros. Un ganadero-poeta de Andalucía, amigo de García Lorca, gastó su vida en el empeño de llegar al colmo de lo superfluo en ese campo: crear, o criar la última maravilla en el mundo de la ganadería brava: toros de lidia con los ojos azules. Visto desde ese ángulo, el hecho de que los públicos taurinos de Colombia vayan a los toros para gozar de lo superfluo y no de lo necesario indicaría que son los públicos que más saben de toros, y no menos. Por lo demás, es un hecho científicamente establecido que nadie sabe de toros. Pero al menos aqui eso se acepta sin rubor. Por ejemplo, la Plaza de Santamaría de Bogotá es la única plaza de toros en el mundo a la que los aficionados llegan con radio de transistores, para escuchar, mientras ven la corrida, la transmisión radial de la corrida. Nadie, ni el ganadero amigo de García Lorca, llegó jamás a concebir algo que pueda ser considerado más superfluo.