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NEREO LÓPEZ Retrató al país desde su cotidianidad: mujeres esbeltas caminando por las calles de la capital (1957) o las manifestaciones de descontento popular en el inicio del Frente Nacional (1960). Fotos tomadas del libro ‘Nereo Saber ver’, editorial Maremágnum.

HOMENAJE

Maestros del lente

Dos libros publicados este año, y otros en plan para 2016, rescatan la obra de cuatro grandes fotógrafos del siglo XX: Nereo López, Leo Matiz, Sady González y Carlos Caicedo.

12 de diciembre de 2015

Alos 80 años, el fotógrafo Nereo López dejó Colombia para irse a vivir en un apartamento pequeño y modesto de Brooklyn, Nueva York. A su edad, su país no le ofrecía trabajo a un fotoperiodista, así contara con la mejor de las reputaciones por su obra de afinada estética y gran sensibilidad social. Siguió el consejo de una exnovia y se radicó en Estados Unidos, donde sobrevivió durante 15 años gracias a un subsidio estatal para artistas.

Hizo fotos hasta que la vejez lo venció. Y nunca dejó de innovar. Para uno de sus últimos trabajos –Vision from my knees– pasó horas sentado en el subway con una cámara Canon sobre sus rodillas, que obturaba sin mirar al visor. Murió en agosto pasado muy solo, aunque siempre sostuvo que no le dolía la soledad.

Nereo, “un costeño descomplicado, alegre, atrevido y enamoradizo”, en palabras del crítico de arte Eduardo Serrano, pasó a la historia como uno de los fotógrafos más icónicos del país en el siglo XX. Esta semana su obra revivió para los colombianos con el lanzamiento del libro Nereo, saber ver (Editorial Maremágnum), que se suma a otros proyectos editoriales que también traen al presente el legado de los pioneros del fotoperiodismo en Colombia.

Este año, Semana Libros publicó Macondo visto por Leo Matiz, una selección de las imágenes más caribeñas del fotógrafo nacido en Aracataca y destacado por los claroscuros. Además, están en proceso otras publicaciones dedicadas a Sady González, ‘el fotógrafo del Bogotazo’, y Carlos Caicedo (1929-2015), el discípulo más fiel del ‘instante decisivo’. Los cuatro, de alguna manera, comparten una filosofía: querían que sus fotos dieran cuenta de lugares y gentes y tradiciones, pero también que fueran únicas por su armonía, su composición y sus contrastes; por su valor estético. Cada uno quería construir una obra exclusiva. Y así fue.

Nereo López retrató al pueblo –a sus ríos, a sus calles, a sus fiestas y a sus rituales– con la misma delicadeza y armonía que registró a los más reconocidos y poderosos. Sus retratos de Gabriel García Márquez, Rafael Escalona o el papa Pablo VI son tan pulcros como los de las mujeres wayúu de La Guajira. “Cada fotografía suya no solo aspira a contar una historia, sino a hacerlo con estilo y originalidad”, dice el periodista barranquillero Heriberto Fiorillo y señala, además, que el erotismo y la curiosidad por la vida “sostuvieron la longevidad del enamorado y productivo Nereo”.

Su amigo Leo Matiz (1917-1998) también se ocupó de retratar a los pueblos y las gentes del Caribe, pero ante todo fue un fotógrafo del mundo. Cubrió la guerra en Palestina. Fue el fotógrafo oficial del Palacio de Miraflores en Venezuela. Vivió en México y Estados Unidos. Se hizo amigo de cineastas y artistas, y cuando regresó a Colombia él mismo creó su propia galería, en la que expondrían por primera vez jóvenes pintores como Fernando Botero.

Comenzó su periplo a los 23 años al viajar a Centroamérica. De allí saltó a México, el país que fue “su obsesión, su fantasía, su pasión”, como dijo alguna vez su hija Alejandra. En ese país conoció amigos como Diego Rivera, Frida Kahlo, Agustín Lara y el director de cine español Luis Buñuel. Y también a un enemigo: el pintor David Alfaro Siqueiros, con quien tuvo un pleito por la autoría de un mural que terminó por desterrarlo de México. Se refugió en Estados Unidos, se vinculó a la revista Life y justo el 9 de abril de 1948, el día en que Bogotá ardió por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, regresó a Colombia a cubrir la IX Conferencia Panamericana. Terminó envuelto en los disturbios y resultó herido. Mientras tanto, su colega Sady González (1913-1979) retrataba al detalle, como ningún otro reportero gráfico, ese día de horror conocido como el Bogotazo.

González fue el fotógrafo de las calles bogotanas; de los mercados, de los discursos en la plaza pública, de las visitas presidenciales, de las damas de tacones y de los caballeros de sombrero; fotografió el cadáver de Jorge Eliécer Gaitán, de Juan Roa, su supuesto verdugo, al pueblo insurrecto, al tranvía en llamas y a los hombres enardecidos de traje y machete. “Su virtud era el ojo que tenía para captar la esencia de la gente –dice su hijo Guillermo–. Tenía el mismo ojo para tomar imágenes del poder o de la gente más popular”.

Recorrió parte del país como fotógrafo oficial del “proceso de cedulación” (1935), que obligó a los ciudadanos mayores de edad a portar un documento de identidad. Y paralelo a ese oficio, fue retratando a la Colombia campesina. Su esposa, Esperanza Uribe, es esencial en su historia: se ocupó de las tareas de laboratorio y creó un archivo juicioso de toda su obra. Junto a ella fundó Foto Sady, la primera empresa independiente de reportería gráfica en Colombia, donde se formaron otros grandes del fotoperiodismo, como Carlos Caicedo.

Caicedo (1929-2015) tenía un carácter fuerte. Fue jefe de fotografía de El Tiempo durante largos años y quizás el mejor alumno de eso que el francés Cartier Bresson llamó “el instante decisivo”. “Lograba congelar situaciones en contextos muy complejos”, explica León Darío Peláez, director de fotografía de SEMANA: cubrió las vueltas a Colombia cuando el país solo tenía carreteras destapadas, y retrató las lluvias de la capital como nadie más lo hizo.

La obra de estos cuatro fotoperiodistas cuenta fiel, genuina, detalladamente la Colombia del siglo XX. Cualquier esfuerzo que se haga por rescatarla y difundirla, es también un paso al reconocimiento de lo que es ser colombiano.