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Los protagonistas de la película son Maria Victoria Dragus, ganadora de una palma de oro en Cannes por su actuación en ‘La cinta blanca’ (2009), y Adrian Titieni, uno de los actores rumanos con más trayectoria en el cine de su país durante los últimos años.

CINE

Graduación

En esta opresiva película rumana, un doctor honesto cae en la tentación del tráfico de influencias para ayudarle a una hija con un examen. ***1/2

Manuel Kalmanovitz G.
2 de diciembre de 2017

Título original: Bacalaureat
Año: 2016
País: Rumania
Director: Cristian Mungiu
Guion: Cristian Mungiu
Actores: Adrian Titieni, Maria Dragus, Lia Bugnar
Duración: 128 min

En esta película, como en prácticamente todas las de la llamada nueva ola rumana, surgida a mediados de la década pasada, se siente una nube de desesperanza que sofoca a sus protagonistas sin terminar de asfixiarlos, como si su levedad y persistencia fueran parte de la condena.

La nueva producción de Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas y 2 días) toca un tema familiar para nuestro contexto: la forma en que la corrupción y el intercambio de favores (lo que el Código Penal denomina “tráfico de influencias”) permea las interacciones cotidianas.

El protagonista es Romeo (Adrian Titieni), un doctor reconocido por su honestidad, que el filme sigue durante un par de días densos y caóticos. Todo comienza con una pedrada que le rompe la ventana de la sala, sigue con un intento de violación a su hija Eliza (María Dragus) camino a presentar unos exámenes escolares, y continúa con una variedad de malestares emocionales con su esposa Magda (Lia Bugnar) y su amante Sandra (Malina Manovici).

El análisis que Graduación ofrece sobre esas corrupciones leves y cotidianas es sencilla y desoladora: la sociedad funciona de esa manera porque, a pesar de las quejas y de la conciencia de su carácter injusto, para todos es más cómodo así.

El punto de partida de esta cascada de irregularidades es, paradójicamente, que Romeo busca asegurar un futuro para su hija lejos del desorden en el que vive. La muchacha ha conseguido una beca para irse a estudiar a Inglaterra y solo le hace falta pasar con buena nota tres exámenes finales. El asunto es que, antes del segundo, llega el intento de violación y la angustia le hace sacar mala nota.

Este episodio, como la inseguridad general, sirve para que la película confirme su idea de que lo mejor es partir. “Son más civilizados”, le dice el doctor a un amigo policía que le está ayudando a acelerar la investigación. “Claro, ¿para qué se quedaría aquí?”, le responde el otro.

Ese “claro” es extraño. ¿Cómo así que claro? ¿No es lógico que haya gente que se quiera quedar por sus amigos, su familia y su idioma? ¿O por sentir un reclamo de sus paisajes, costumbres y afectos? Son posibilidades que la película pasa por alto para quedarse con la idea de que el único destino apetecible es el del desarraigo en algún país donde se cumplan las normas.

Se trata de un pesismismo fácil y seductor, pero también duro en su falta de visión y de esperanza. Da la impresión de que para el doctor, su esposa y la gente de su generación es una desilusión insuperable y que resulta justificada por la experiencia: “Pensamos que las cosas cambiarían, que moveríamos montañas; no movimos cosa alguna”, le dice el doctor a su hija.

Pero la cinta, en su desconsuelo, no ofrece alternativas. Cuidada formalmente, con escenas largas capturadas en una sola toma y unas actuaciones impecables, Graduación presenta un retrato tan desolador que hasta el desierto homogéneo que promete la globalización luce atractivo. n

CARTELERA

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**1/2

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*

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