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150 miligramos: el peso de la verdad

A partir de un escándalo real en el sistema de salud francés, esta película sigue detalladamente el enfrentamiento de una médica con una gigantesca empresa farmacéutica. ??

Manuel Kalmanovitz G.
1 de julio de 2017

Título original: La fille de Brest
País: Francia
Año: 2016
Directora: Emmanuelle Bercot
Guion: Emmanuelle Bercot, Séverine Bosschem y Romain Compingt, a partir del libro de Irène Frachon
Duración: 128 min

La llegada de este filme a las salas nacionales es, para mí, todo un enigma. ¿Por qué traer una película basada en un escándalo del sistema de salud francés? Verla da la sensación de estar ante uno de esos libros de aeropuerto que buscan aprovecharse de que los líquidos involucrados en el escándalo de turno –la sangre, las lágrimas, el sudor– no se han secado aún, aunque en un aeropuerto lejano donde hablan un idioma que uno desconoce.

Y esa perplejidad que despierta es grave porque este es un género tercamente local, con resonancias limitadas que funcionan sobre todo cuando el dónde y el qué de los hechos resultan familiares para su audiencia. Mejor dicho, no es material de exportación.

Sin embargo, acá está, dando por sentado, como buen producto local, que la audiencia conoce bien su contexto (por ejemplo, que hay un conflicto entre la región de Bretaña y París y que los bretones se sienten con razón subestimados por los capitalinos).

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La historia se centra en Irène Frachon, una neumóloga excéntrica y apasionada (la danesa Sidse Babett Knudsen), que trabaja en un hospital de Brest y que se da cuenta de que Mediator, un medicamento ampliamente recetado para la diabetes, tiene efectos secundarios terribles para el corazón de sus pacientes.

El problema es que la droga es producida por una gran empresa farmacéutica francesa que desestima la preocupación de la doctora por provinciana y por inexperta. Así que la heroína intenta hacerse oír terca y enérgicamente por una burocracia lenta y aparentemente sorda, para que lo prohíba en una batalla que dura dos años, entre 2009 y 2011.

En una entrevista, la directora Emmanuelle Bercot dijo que una de sus inspiraciones fue Erin Brokovich y es posible ver que, como la película de Steven Soderbergh, intenta por momentos abordar con ligereza su historia, con una levedad saludable y bienvenida: ahí está la tranquilidad y soltura de una sesión de música familiar o la alegría de un karaoke entre colegas.

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Pero esa ligereza aparece intermitentemente y nunca alcanza a tomar impulso en las dos horas largas de este filme. Lo que predominan son momentos pesados aunque curiosamente inertes, en los que se ve a esta mujer hablando por celular con una u otra persona intentando acelerar los tiempos institucionales.

La falta de dramatismo también es explicable por la proliferación de herramientas tecnológicas: por más que suene insistente y monótonamente un sintetizador al fondo, cinco personas a la espera de que alguien le dé enter a un computador difícilmente aceleran el pulso.

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Decía al comienzo que me extraña que una película así se estrene en salas y esa extrañeza se redobla al ver que la mayoría de los directores franceses más vitales del presente (Bertrand Bonello, Claire Denis o Arnaud Desplechin, para nombrar tres) solo llegan –y si acaso– a un par de funciones en un festival. En un momento de distracción ante las minucias burocráticas detalladas en esta cinta terminé pensando en lo caprichosa que es la distribución del cine europeo en nuestro país.

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