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L I B R O S

Nada más que una leve alegría

Un relato de viajes que es también un testimonio de la generación de los 90

Luis Fernando Afanador
1 de mayo de 2000

Salvo la amistad, en este libro nada tiene consistencia: ni el viaje, ni la búsqueda, ni el deseo por las mujeres. Ni siquiera la historia que nos están contando.

El narrador, un muchacho latinoamericano que ha pasado algún tiempo en Europa, “un sudaca”, después de pelear por una mesa con un danés gigantón —Walt— en un bar de Oxford, hace amistad con él y junto con otro danés —Thomas— y un inglés —Nick, dueño de un Mustang 74— emprenden un viaje que los llevará a Gales, Liverpool y Escocia.

El motivo del viaje es ir a conocer un granero donde tocó por primera vez Jethro Tull. Un soldado galés, que prestaba servicio en Dinamarca, era de la misma aldea de Ian Anderson y le refirió la anécdota a Walt, pero murió de pulmonía antes de revelar el nombre de la aldea. A la manera de sir Dereck Jacobi en el monólogo de Hamlet de la BBC, de Marlon Brando en El Padrino, de Buster Keaton en versión muda, Walt, que tenía el don de un gran actor, les ha repetido mil veces esa historia. Tienen que ir: “Yo quería conocer el lugar donde un hombre cualquiera se había sentido por un instante el único hombre sobre la tierra, un pequeño soldado que yacería ahora muerto y que había creído tener el mundo entre manos, aunque fuera por una fracción de segundo”.

Mentira. De la misma manera impune en que el narrador ha olvidado a una muchacha que lo flechó en la barra de un bar de Dover, los protagonistas rápidamente olvidarán el motivo del viaje. En sí mismo esto no es muy grave, si tenemos en cuenta que el asunto del viaje sin sentido, del viaje inútil, es un tópico bastante conocido en la literatura moderna. Lo grave aquí es que el lector tarde unas cuantas páginas —en realidad unos cuantos capítulos— en darse cuenta.

El viaje continuará. Iremos a Liverpool, a la muralla de Adriano, a Edimburgo, a las Highlands, a Glasgow, a Londres: no tiene ya ninguna importancia. Habrá algunas escaramuzas, algunos hechos divertidos, otras mujeres fugaces, otros bares, pero se trata únicamente —nos lo han notificado en forma abrupta— de conocer la visión de mundo del narrador.

Una visión peculiar, atípica, compuesta por los gustos de distintas generaciones. De hecho ir tras las huellas de Jethro Tull, un icono de los 60, resulta anacrónico para unos muchachos de 20 años. Uno más bien esperaría que hubieran ido a buscar, por ejemplo, el granero donde se desnudó por primera vez la galesa Catherine Zeta Jones. El narrador, muy culto —aunque un poco vergonzante con su bagaje cultural: cita con pena pero cita todo el tiempo— tampoco encaja en una generación como la actual que se siente orgullosa de su ignorancia y de su cultura sólo mediática. Además, no le gustan las drogas. Trago puro: whisky y cerveza, y para completar, detesta los gays y es rabiosamente machista.

Beber, estar con los amigos, ‘follar’: hay algo adolescente en su programa de vida, en el deseo pueril e imposible de aplazar eternamente la entrada “al maloliente mundo de los adultos”. Sin embargo, hay mucho más. Hay —y en ello sí participa por entero de su generación— una vocación de vivir en la superficie de las cosas, de acomodarse al mundo sin esfuerzo, de pasarla bien. Nada será trágico, ni profundo, ni definitivo, mientras en nuestro interior haya “una leve alegría simplemente instalada allí”.

Porque la realidad que lo rodea es así, porque todo se vuelve simulacro, tal vez el narrador se ha permitido hablar en un lenguaje prestado —de la música, del cine, de la literatura— que no hace del todo suyo: “Mientras salía del bar, dejé mi cerveza en la barra donde recomendé que me la cuidaran, pues no tardaría. Toda la vida había escuchado que era mejor regar la sangre que el alcohol”. Un collage extraño y —hay que reconocerlo— bastante bien armado. Por fortuna, escribir con fluidez y con ritmo constituye otra de sus anacronías.