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Narraciones heterodoxas

La pérdida, el duelo y la soledad vistos a través del humor, la ironía y la experimentación literaria.

Luis Fernando Afanador
15 de enero de 2011

Carolina Sanín
Editorial Norma, 2010
126 páginas
Ponqué y otros cuentos

En el relato Ponqué, un profeta callejero de Times Square le regala a Miriam Sanín, estudiante de Literatura recién llegada a Nueva York, una Biblia en español donde ella lee la historia de José y sus hermanos. Un escultor judío que trabaja como conductor en una fábrica de ponqués, Lux Cakes, resultará ser el antiguo inquilino y el agente inmobiliario de su nuevo apartamento. Y también, de carambola, su amante: “El invitado tenía el sexo erguido como la vela en un ponqué de cumpleaños, la única vela que quedaba cuando las mujeres querían que se perdiera la cuenta de sus años”. Pequeñas casualidades, historias corrientes. Salvo para Miriam, capaz de ahondar y de encontrar insospechadas asociaciones en aquellos signos mínimos que le ofrece la vida. La palabra Lux la lleva a los jabones y a las duchas de su infancia, a las primeras ensoñaciones; la palabra Miriam, a su deseo de ser judía; la palabra Sanín, a sus ancestros antioqueños, provenientes del País Vasco. La palabra ponqué es una fiesta para ella. Plena de resonancias. Lúdicas, sensuales, filosóficas: “Miriam dijo que cada vez que había visitado un país extranjero le había parecido que la gente que veía no estaba dentro del país sino puesta encima, como las figuritas del novio y la novia en el ponqué matrimonial”. En realidad, el escultor judío, más que por “su sexo erguido”, le interesa porque le trajo esa palabra: “Cuando sirvió en las copas lo último de la botella de vino, Miriam ya sabía que lo único que le interesaba del escultor que transportaba ponqués era que la había transportado al encuentro con la palabra ponqué”.

No vivimos en la realidad, vivimos en las palabras. Por eso, mientras más palabras, más vida. Y mientras más relaciones, mayor riqueza: una palabra lleva a la otra, en un viaje sin fin. Todo se comunica: el pasado personal y el de la especie. Miriam relee la fábula bíblica –“uno se siente llamado a narrarla de nuevo”, decía Goethe– y encuentra la respuesta a su deseo de escribir: “Entonces ella le pidió que le pidiera que explicara de otro modo por qué decía que escribía por ser bella. Él así lo hizo, y ella dijo que entraba en la escritura como José había entrado en la cárcel donde empezó a interpretar sueños en lugar de soñar con que lo amaban”.

En el relato La hija del revisor, una pareja se dirige en tren a Armero. Un viaje irreal no solo porque en Colombia hablar de viaje en trenes pertenece al orden ficticio, sino por los diálogos, por el clima absurdo y los personajes bizarros: una niña habla como una adulta, el destino parece inalcanzable como en El guardagujas, aquel famoso cuento de Arreola que tiene su parentesco con este.

Ponqué y La hija del revisor me parecen los relatos más logrados del libro, conformado por un total de ocho. El primero, realista, de corte autobiográfico; el segundo, con elementos fantásticos, absurdos. Dos polos en los que podrían agruparse los demás relatos (Carolina Sanín, la autora, prefiere llamarlos “narraciones”). Así, en un grupo, estarían La hoja escrita, El récord y Carolina en su funeral. En el otro, Ellos dos, Radio Clásica y Los ombligos. ¿Les falta unidad a estas narraciones? No en su tema, donde la pérdida, el duelo, la soledad y la ausencia de amor son claramente un hilo conductor. En el aspecto formal, cabe la discusión. La diversidad de registros, mal vista en un libro de cuentos tradicionales, resultaría aquí, en estas “narraciones”, una característica a favor. Para quien pretende experimentar, arriesgar, la diversidad constituye una virtud. Y hay que decirlo: la autora no pretende divertir al lector; prefiere cuestionarlo. Y eso, en un escenario de literatura complaciente, resulta al menos valiente.
 
Tradicionales o heterodoxas, las “narraciones” que a mí me siguen “hablando” después de su lectura –como nos han enseñado los maestros que tienen que ser los buenos cuentos– son La hija del revisor y Ponqué. Sobre todo esta última. Gracias, Miriam: “Escribir era dar respuestas, mientras Dios aún no parecía mostrar ninguna”.