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París era una fiesta

La película ‘Moulin Rouge’, que ya se exhibe en Colombia, recrea uno de los lugares más pintorescos de París. ¿Cómo nació y qué ha pasado con este legendario cabaret?

1 de octubre de 2001

En el Moulin Rouge cabia todo el mundo. Ese era el secreto de su éxito. Ahí estaban los aristócratas de sombrero, los bohemios, los feos, las bailarinas, las prostitutas, los pintores, los enanos, las gordas, las cantantes, los sifilíticos,los desharrapados, los viejos en decadencia y los jóvenes de clase media que con un par de tragos en la cabeza comenzaban a renegar de su burguesía. Cantaban, bailaban, se emborrachaban hasta perder el conocimiento. No le temían al sexo ni a la locura. Vivir en París, en ese momento de la historia, les producía una inmensa alegría.

Eso es lo que transmite la nueva película del australiano Baz Luhrmann. Que el Moulin Rouge era necesario. Que era 1889 y la capital de los franceses, completamente reconstruida, aún celebraba el final de años y años de revoluciones, incendios y guerras y todavía no alcanzaba a imaginar la desolación y la pobreza que ocasionarían las dos guerras mundiales del siglo XX.

Como en el musical de Luhrmann, todo iba bien. Gustave Eiffel acababa de crear, para la Exposición Universal, una torre de 300 metros que podía verse desde cualquier esquina de París. Pronto los hermanos Louis y Auguste Lumière presentarían, en el bulevar de los Capuchinos, la primera película de la historia, y un mago llamado Georges Méliès utilizaría el nuevo invento, el cinematógrafo, para encantar al público con historias de cabezas gigantes y lunas sonrientes.

El Moulin Rouge en los tiempos del amor, la belleza y la libertad, era la verdadera iglesia de los parisienses. Sus creadores, Charles Zidler y Joseph Oller, aseguraban, días después de la inauguración, que el nuevo cabaret sería “el primer palacio de las mujeres” y apostaban a que pronto se convertiría en “el más espléndido templo de la música y la danza”. Había sido construido en el jardín de París, en la ladera de Montmartre, y sobre la base de un antiguo salón de baile llamado la Reina Blanca. Desde el día de su apertura, el 6 de octubre de 1889, en la fachada podía observarse, como un símbolo de la transformación, uno de los 30 molinos que poblaban la montaña en los tiempos de Luis XIV. Uno rojo.

Ni siquiera la construcción de la Basílica de Notre-Dame, o de Sacré-Coeur, en la cima de la colina, acabó con la mala fama del Moulin Rouge. Todo lo contrario. Lo convirtió en un pequeño y divertido infierno al que, durante muchos años, acudieron los personajes más excéntricos de la ciudad. El estimulante desequilibrio del café concierto, la riqueza de las coreografías y los vestuarios exuberantes contribuyeron a que las clases sociales, las generaciones y las culturas se mezclaran como en un carnaval permanente.

Podría decirse que las principales atracciones del Moulin Rouge que lo convirtieron en el local más visitado de la época, a pesar de la competencia de cafés del tamaño del Folies-Bergères, fueron, primero, un gigantesco elefante que había sido construido para la Exposición Universal de 1889 y que ocupaba toda la parte de atrás del salón de baile —el cliente podía subir por una escalera en espiral al estómago vacío del animal para encontrarse, a espaldas de su esposa, con una bailarina experta en los misteriosos secretos del sexo— y, segundo un complejo baile que había sido inventado hacía más de 30 años atrás y que, nunca antes, hasta ese momento, había sido llevado al teatro. Celeste Mogador, una bailarina de polca, fue la primera en intentarlo. Se llamaba el cancán y, aunque le exigía mucho a las mujeres que lo llevaban a cabo, siempre conseguía su principal objetivo: enloquecer a los hombres.

Pero no sólo era eso. El Absinthe, un amargo licor verde que en verdad era un alucinógeno, era la bebida de la noche, ‘el hada verde’ que hacía que las mentes volaran y las noches parecieran eternas. Las cortesanas, mujeres que en la tradición de las geishas ejercían el oficio del sexo no a cambio de dinero sino de estatus social, eran asediadas por todos pero sólo visitadas por políticos, duques y monarcas acezantes. Las bailarinas eran verdaderas celebridades. Y los artistas, contaminados por la felicidad del pueblo, escribían y pintaban en las primeras filas del teatro.

Henri de Toulouse-Lautrec, el pintor que se haría famoso por sus piernas de enano, sus inexplicables conquistas femeninas, su asiduidad al Moulin Rouge y esos estupendos dibujos que anticipaban la llegada de la cultura pop, inmortalizó, desde esas primeras filas, con la copa en una mano y el lápiz en la otra, a bailarinas como la Glotona, la Rejilla de Alcantarilla, la Momia de Queso, el Rayo de Oro y Nini Patas al Aire, y a artistas como Valentín el Deshuesado, el Pedorro o Jane Avril.

Sobre ellos, sobre los artistas, las bailarinas, los negociantes, las cortesanas y los duques, es la nueva versión cinematográfica de los años de gloria del Moulin Rouge. El cabaret, el cancán y la bohemia ya habían sido llevados al cine por directores como John Houston y Walter Lang, pero nunca antes se había dedicado toda una película a reconstruir las sensaciones que se vivían en la pista de baile y en el auditorio y a traducir toda esa época, con su locura y su velocidad, al lenguaje de hoy.

Ver la película de Baz Luhrmann es como estar en el cabaret. Como ser testigo de los últimos días de un templo a “la verdad, la belleza, la libertad y el amor” que pronto, en un par de años, con el desastre de las guerras, los incendios, los repetidos cambios de dueño y las crisis económicas, y más tarde con la llegada del cine, la televisión e Internet, sucesivamente se convertirá en un teatro concierto, un bar inofensivo, un music hall americano y una sala de cine.

La presencia de artistas como Mistinguett, Joséphine Baker y Maurice Chevalier alimentarán el espejismo. Los turistas irán y harán reservaciones. Adentro venderán relojes, afiches, perfumes, llaveros y camisetas. Y habrá que pagar 150 dólares sólo para sentarse en una de sus mesas.