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La tristeza de los payasos colombianos

La crisis del circo tradicional, la aparición de los ‘clowns’ contemporáneos y de empresas de recreación, entre otros, tienen a estos artistas al borde de la extinción en Colombia.

27 de mayo de 2017

Si la gente se guiara por las noticias de las últimas semanas, podría pensarse que los payasos están de moda. Por una parte, el expresidente Álvaro Uribe la emprendió contra el periodista Daniel Samper Ospina llamándolo “payaso”, y este le devolvió el ataque reivindicando ese oficio e inició una campaña viral a la que se unieron cientos de internautas con fotos usando narices rojas en señal de apoyo al comunicador. Y por otro lado, el italiano David Larible, el mejor payaso del mundo, está de gira por varias ciudades del país y sus funciones se agotan.

Sin embargo, hace un par de semanas pasó casi inadvertida la noticia de que decenas de payasos de toda Colombia se dieron cita en Bogotá, para protestar por sus malas condiciones laborales y por las dificultades que atraviesan los circos familiares.

Es difícil ponerse en los zapatones de un payaso: la mayoría quedó con la sensación de que su protesta fue diluida por los múltiples paros y las marchas que se adelantan actualmente. Ante los problemas en Buenaventura, las dificultades de los profesores y las exigencias de los transportadores, la suerte de los 800 o 1.000 payasos tradicionales que se estima hay en el país no le importa a nadie.

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Sombrerito lleva cerca de 50 años en el oficio y carga –dice– con el karma de que todo el mundo lo confunda con Bebé, ese payaso regordete que junto a Pernito (su padre) y Tuerquita (su hermano) alcanzaron la fama en las décadas de los setenta y ochenta de la mano de Fernando González Pacheco y el programa Animalandia. Durante esos años de gloria también hubo otros como Juanito, Tribilín y Miky, que se convirtieron en figuras de la pantalla chica y tuvieron shows propios. Tanto es así que en los años ochenta animaron “las piñatas de toda la mafia colombiana”, como afirmó Tuerquita, el único sobreviviente de esa reconocida camada, en una entrevista de enero de este año con el diario Vanguardia Liberal y con motivo del fallecimiento de un Miky casi olvidado.

En esa época, algunos menos célebres, como el propio Sombrerito, también alcanzaron a saborear el éxito a su propia medida: “Me sobraban las funciones. Los sábados y los domingos me hacía tres, cuatro o cinco fiestas infantiles y me llamaban de los circos”, dice. Y también los mafiosos, que aparte de pagarles los pasajes, el alojamiento y la función le dejaban como propina billetes de 50 o 100 dólares por cada foto que se tomaba con los hijos. Pero esos días están muy lejos y cuando deja de ser Sombrerito, Nelson Murcia se disfraza de mensajero de una agencia de viajes para completar lo del mes.

Si cuenta con suerte y logra engancharse a un circo, un payaso profesional puede cobrar entre 200.000 y 250.000 pesos semanales, en promedio unos 35.000 por función, según Luis Hernán Cardona, presidente del Sindicato del Circo Colombiano (Sinarcol). Por eso muchos tienen que recurrir a labores más prosaicas como cazar clientes para restaurantes de ‘corrientazos’ o tiendas de zapatos.

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José Ángel Barrera –quien ha encarnado al payaso Cachirulo durante los últimos 50 años y además ha sido representante de circos tan importantes como el de los Hermanos Gasca– asegura que nichos tradicionales como las fiestas de cumpleaños, los bautizos y las primeras comuniones ya no son el reino de los payasos profesionales como ellos, sino de casas de recreación que “agarran muchachos de los colegios, les pintan la cara, les pagan 12.000 pesos la hora y los ponen a trabajar todo el día”. A su lado, Zapatín, o Luis Carlos Castillo, tercia en la conversación y asegura que “nunca ha sido fácil ser payaso. El arte más difícil es el de hacer reír a la gente como para que cualquiera se pinte la cara y vaya a trabajar por cualquier dinero. Sí, tienen derecho a rebuscársela, pero deberían valorizarse más porque esto era una tradición”.

El profesionalismo de estos payasos no está definido por sus títulos académicos ni por su entrenamiento formal en arte dramático. Clavelito, quien es además pastor evangélico, habla de su sufrida vida bajo las carpas; de la falta de agua, de tener que comer en el piso y dormir en tráileres estrechos: “Esa supervivencia es la que nos hace profesionales”, asegura.

Por eso hablan con cierto desprecio de los clowns contemporáneos, a quienes ven como una amenaza que también les roba sus espacios, y a quienes suelen reducir injustamente a la imagen de malabaristas de rastas y aretes a los que un día les dio por ponerse una nariz. Alguien definió este antagonismo, extensivo al del circo tradicional y al del circo contemporáneo, como el de esos primos que se niegan a reconocer que son de la misma familia.

El circo en la cuerda floja

De todos los problemas, la posible desaparición de los circos tradicionales es el que más preocupa a payasos, trapecistas, malabaristas, magos y demás artistas circenses colombianos. Por eso, la protesta del 9 de mayo pasado dejó inconformes a muchos, pues se centró en los payasos y dejó en segundo plano el problema general de los circos pequeños y los medianos.

Aunque los cirqueros tradicionales ven una especie de complot del Estado en su contra, desde el gobierno se reconoce la importancia de su labor artística e incluso desde hace unos años existe la dependencia de Teatro y Circo del Ministerio de Cultura. De hecho la Ley 1493 de 2011, de Espectáculos Públicos, ampara estas representaciones, las exime de impuestos y les quita tantos trámites de encima. No obstante, como ocurre en otros casos, la implementación ha sido lo más difícil y muchos funcionarios aún les ponen trabas por desconocimiento o porque simplemente quieren saltarse la ley. “Como Ministerio de Cultura estamos en una especie de campaña de alfabetización para que todas las autoridades que están implícitas en la toma de decisiones conozcan y cumplan la ley”, dice Linna Paola Duque, coordinadora de Teatro y Circo.

El Mexican Circus ocupa un rincón alejado y encharcado del lejano parque Las Margaritas, cerca del portal de Las Américas, en Bogotá. Actualmente es el único circo tradicional que está en pie en la ciudad y aunque un dicho popular dice de alguien que “se despide más que circo pobre”, Jhon Freddy Angulo, el dueño del lugar, asegura que lo más probable es que esta vez sí sea la última temporada de su circo, pues la cuentas ya no dan.

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Para cubrir los gastos operativos y la nómina de 32 personas que trabajan con él (unos 20 millones cada mes y medio en promedio) necesitaría que a las funciones de fin de semana entraran entre 400 y 500 personas –10.000 pesos adultos y 7.000 pesos niños– y al menos 100 en las de miércoles a viernes. Pero la realidad es que entre semana llega una media de 15 o 20 personas, y los fines de semana entre 70 y 100 por función. El problema, dice Angulo, quien pertenece a la cuarta generación de la familia Ancor, radica en “los terrenos tan alejados, mal adecuados y costosos que dan, y la excesiva cantidad de requisitos que piden”.

Hubo una época, entre los años cincuenta y setenta, en que circos como el Egred Hermanos, el Nueva Ola, el Royal Dumbar o el American Circus ocupaban lugares privilegiados en las ciudades. Pero desde hace ya varias décadas las carpas majestuosas han ido desapareciendo y los circos familiares, entre 450 y 500, según un informe del Ministerio de Cultura, han tenido que desplazarse a zonas marginales en donde pueden cubrir la escasa o inexistente oferta cultural.

No son buenos tiempos para los payasos ni sus circos. El peor de los escenarios sería pensar que el verdadero problema no está en la competencia ni en las leyes ni en su implementación, sino en que sus públicos se están extinguiendo y quizá ahora prefieren ver series en Netflix y atragantarse con palomitas de maíz en salas de cine 3D. Pero mientras el tiempo decide, se aferran a esa vieja máxima que dice que mientras existan los niños, existirán los payasos.