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POR EL OJO DE ADAN

Anacronismo e imaginería caracterizan la primera novela de Castro Saavedra.

21 de febrero de 1983

Carlos Castro Saavedra: Adán Ceniza, Plaza & Janés Editores, Bogotá, 1982, 160 páginas.
Al analizar la obra novelística de Manuel Mejía Vallejo, Juan Gustavo Cobo Borda expresa, a propósito de El día señalado, que no se trata de que "fuera una buena o mala novela, sino (por) que era, sencillamente, "una vieja novela" desde el momento mismo de su aparición". Idénticas palabras podrían ser aplicables, sin desdoro alguno, a Adán Ceniza, primera novela de Carlos Castro Saavedra.
En efecto, lo más perturbador de este libro es su intenso anacronismo.
Ajeno por completo a la innovación de las formas expresivas que trajo consigo la narrativa latinoamericana, sobre todo a partir de la década del 60, parece haber sido escrito hace por lo menos treinta años. La estructura arquitectónica de la obra responde más a los arcaicos hábitos del retablo de costumbres: se empalma con el primitivismo candoroso de las novelas "telúricas", y no tanto por su temática cuanto por su incapacidad de ligar el sentido de lo narrable a sus propiedades formales. El empeño creador deAdán Ceniza, arrobado ante las entelequias propias, se desentiende de cualquier distanciamiento o mediación linguística susceptible de "domar" la materia ignea del relato.
No se trata, ni mucho menos, de que Castro Saavedra ignore o no a los novelistas contemporáneos de mayor significación en América Latina. Por el contrario, incluso a ese respecto, en el irrestañable flujo de metáforas e imágenes visuales que recorre a Adán Ceniza, suena y resuena el asma inconfundible de Garcia Márquez. Lo que ocurre es que aun no hay una apropiación de sus medios literarios por parte del autor. Este se convierte (con perdón de Juan Goytisolo) en "furgón de cola" de su facundia desbocada.
Pero veamos más de cerca el entramado de esta obra, ganadora de Premio de Novela Jorge Isaacs en 1982 (de cuyo jurado formó parte, para mayor perplejidad, José Donoso). El protagonista, Adán Ceniza, narra su historia personal y familiar, literalmente desde el instante en que nace ("nací con los nervios destrozados", p. 5). De esta manera, se asiste a las vicisitudes de la parentela y a la descripción de los diversos entornos físicos (el interior, la costa, el pueblo, la ciudad) que, debido a la inestabilidad laboral del padre, todos se ven obligados a recorrer. Las cosas son vistas a través del ojo de Adán quien, mientras tanto crece y, como suele suceder en estos casos, pule su "sensibilidad artística" .
El tono emotivo que da cuenta de ese mundo no está exento de cierto gracejo, de ocasionales asomos de ternura pero, por lo general, sobre agua en un torrente previsible de sensiblería. Lo más notable consiste en la secuencia ininterrumpida de contravenciones a la "normalidad", de trastornos del orden cotidiano, manifestada en las chifladuras, rarezas y excentricidades que asolan sin cesar a los personajes. Es tal, sin embargo, la proliferación arbitraria de lo estrambótico, que la capacidad de asombro del lector queda totalmente embotada.
La novela, además, pretende erigirse en una suerte de saga del país entero.
Por lo cual la efusión de la consabida "magia" tropical invade también el plano de las representaciones sociales.
Así, por enésima vez se presenta una recreación de "la violencia", aparece Jorge Eliécer Gaitán y vuelven a retumbar las depredaciones de "los pájaros". Sólo que ahora vienen envueltos en el ambiguo vaho del sinsentido (del nonsense), y acompañadas de las más pueriles truculencias.
La intrusión en el ámbito pretendidamente histórico ("soy como una nación", afirma el protagonista en la página 148) se efectúa a partir de una perspectiva periodística, sin convicciones, que resbala por la superficie externa de los hechos. La chacota permanente (que no debe confundirse con la irreverencia) folkloriza, a la postre, todo lo que toca. Por ejemplo, la denominación de "pájaros", dada--como de sobra se sabe a los grupos paramilitares de la época aludida, es tomada en sentido textual (léase con picos y patas) y le sirve de pretexto al narrador para trazar una insustancial alegoría de orden público plumífero.
La banalidad es el resultado inevitable.
Los excesos de todo género paralizan el discurso de Adán Ceniza. Inclusive lo que José Miguel Oviedo llama "accidentes del gusto" (2) se producen aqui con tal asiduidad que uno duda si serán de veras accidentales (sobre todo en lo atingente a referencias sobre el cuerpo humano). Por eso el encanto del "olor de mantas limpias, de limones maduros, de manteles almidonados y caballos dormidos debajo de las mesas y sobre los tapetes de cabuya" (p.22), que aflora esporádicamente, cuando el narrador consigue mitigar el caño roto de su imagineria, no es suficiente para evitar la inundación. -
-Hernán Antonio Bermúdez -