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En ‘Glad Rag Doll’, Diana Krall decidió volver a los locos y rugientes años veinte y recrear como temas contemporáneos varias canciones de la época. | Foto: AP

JAZZ

Postales del siglo XX

En su nuevo álbum la artista canadiense Diana Krall explora el repertorio más antiguo del jazz. Esto no solo es nuevo para ella, sino que también le permite evolucionar.

Juan Carlos Garay
15 de junio de 2013

La idea es divertida: tomar un puñado de canciones de los años veinte, no necesariamente las más recordadas, y armar con ellas un recital que pueda decirles algo a los oyentes de hoy. Esto sucede al escuchar Glad Rag Doll, el nuevo trabajo de la cantante y pianista canadiense Diana Krall. Hacerlo no equivale a contemplar un álbum de fotos viejas, sino –aunque suene raro– a descubrir cuán avanzada ya era la humanidad hace nueve décadas.

Corrían los locos, los rugientes años veinte: la década del primer vuelo transatlántico, del nacimiento del surrealismo, del invento del cine sonoro, del jazz… y a juzgar por las canciones seleccionadas, una era en que se vivía a una intensidad emocional sin precedentes. Incluso en tiempos posteriores no se escribieron versos tan contundentes como “Todo el mundo puede ver detrás de tu máscara” o “Ningún hombre vale la sal de mis lágrimas”.

Y aquí viene lo más desquiciado: pese a las insinuaciones de época que contiene la fotografía de la carátula, la instrumentación del álbum no tiene nada que ver con los orígenes de las pistas. Aquí Diana Krall ha vuelto a hacer bien su tarea. Cuando se sumergió en el repertorio romántico de The Look of Love (2001), una orquesta de cuerdas la acompañó. Cuando quiso explorar una faceta más optimista en From This Moment On (2006), recurrió a una banda de 30 músicos. 

En el nuevo trabajo, se escucha algo que podría confundirse con el clásico ensamble de jazz, de no ser por una guitarra eléctrica con cierta distorsión que se une a este. Aquí no reside el relativo historicismo que se encuentra en los discos de los Squirrel Nut Zippers. El objetivo ha sido, más bien, reunir excelentes instrumentistas de diversas corrientes –Krall incluida– y permitirles que se luzcan y que disfruten sin contemplaciones de estilo.

Como resultado, Diana Krall vuelve a hacerse sentir como pianista en varios solos intensos. Algunos son breves, al menos para quienes admiramos, más allá de su voz, ese ataque inspirado que tiene sobre el teclado. Una canción en particular, Lonely Avenue, se extiende casi por siete minutos y resulta un experimento fascinante de tensión controlada. En un plano más tradicional, nos muestra su dominio del lenguaje del blues en I’m a Little Mixed Up.

¿De dónde sale esta fascinación por la banda sonora de los albores del siglo pasado? Si exploramos la discografía reciente, tal vez el primer ejercicio exitoso fue el encuentro de ltrompetista Wynton Marsalis y Eric Clapton en 2011. Pero en aquel disco había todavía mucho respeto: Marsalis, al frente de los arreglos, decidió revivir el formato de octeto empleado por King Oliver en los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

En general, pareciera que los homenajes a la música de eso que llamamos ‘el ayer’ deben mantener la instrumentación para ayudar al oyente a transportarse. En España, el disco que lanzó Sole Giménez en homenaje a Édith Piaf incluye desde su carátula, cómo no, un acordeón parisiense. Y en nuestro país, para no ir más lejos, un curioso redescubrimiento del jazz gitano ha generado grupos adolescentes tan anacrónicos como Monsieur Periné. 

En todo esto, sin cuestionar el talento de los intérpretes, no deja de haber algo de disfraz. En Glad Rag Doll sucede casi lo contrario: la fascinación es con las composiciones, no con un sonido. Se trata, más bien, de apropiarse de aquello que está pasado de moda para volverlo contemporáneo.