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PRISIONERO DE LAS MONTAÑAS

Basado en la obra de León Tolstoi, un grito pacifista lanzado desde las entrañas del Cáucaso.

31 de agosto de 1998

Hay películas que le rinden homenaje a la guerra y a sus héroes; otras que narran sus consecuencias. Pero también existen las que la denuncian como una monstruosa máquina del absurdo. A esta última categoría pertenece la más reciente realización del director ruso Sergei Bodrov, quien basado en la novela de León Tolstoi El prisionero del Cáucaso, ofrece una elocuente y triste mirada hacia el conflicto ruso-checheno.
En su película, galardonada con los premios de la crítica y del público durante el Festival de Cannes del año pasado, un joven soldado ruso es capturado, junto con un compañero de tropa, por un insurgente checheno que desea canjearlo por su propio hijo, quien ha sido detenido días atrás por el ejército ruso.
El suceso sirve como anillo al dedo para que Bodrov trace toda una parábola alrededor de la inoperancia de la guerra. Como suele ser característico en este tipo de cintas, el drama es mirado bajo la perspectiva de los verdaderos derrotados, aquellos protagonistas que, ajenos al dilema político, terminan participando en un conflicto del que no es posible salir avante. Así, el dirigente checheno que clama por su hijo está dispuesto a hacer cumplir la ley del ojo por ojo si su primogénito resulta muerto, incluso sabiendo que la amargura será doble y la retaliación una tragedia.
Bodrov no se cansa de sugerir a lo largo de la cinta que los enfrentados son ante todo hombres convertidos en enemigos por accidente, una advertencia que hace aún más expresivo un drama que, además, cuenta con el Cáucaso como un significativo escenario para ilustrar la historia, filmada en el sobrecogedor pueblo de Dagestan.
Sin duda se trata de un documento pacifista franco y abierto que bien puede ser un paradigma universal del absurdo de la guerra.