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Que nada extrañe en América

Una novela poética que se basa en personajes históricos de la independencia americana.

Luis Fernando Afanador
4 de diciembre de 2000

Apretando con fuerza una cabeza bajo el brazo, José Félix Ribas huye. Va por el llano, va herido y lo persigue un cuervo. “Ahí va Ribas”, grita a su paso la gente de Morales que lo busca y señala el rumbo que toma el ave. De repente, después de tres horas, cansado de los graznidos y de las descargas de la fusilería, arroja al suelo la cabeza sobre los pastizales. Había entendido muchas cosas: que aquel animal lo iba a perseguir toda su vida, que nada sacaba internándose en las profundidades del llano, que le habían cortado la cabeza. La cabeza que había arrojado era la suya.

Si desde las primeras líneas cada novela define las reglas de su juego, aquí, desde un comienzo, las reglas son claras: todo es posible. No hay lógica o, al menos, hay una lógica diferente a la que conocemos. José Félix Ribas será colgado de una lanza y exhibido en la plaza mayor de Caracas, pero seguirá pensando y sufriendo. Manuelita Sáenz, muerta y en proceso de descomposición en una fosa común de Paita, seguirá atormentada por las urgencias del deseo: “Sólo te pido, Señor, que me dejes rozar el meñique de mi pie con el pubis rubio de este hombre, sólo eso Señor, y me estaré quietita toda la eternidad, sin molestar a nadie, sin hablar de Bolívar, sin maldecir a Vicente Azuero”. Alejandro Humboldt leerá un extraño libro encuadernado en piel de cordero, en el que se narran acontecimientos que ocurrirán, hazañas que él mismo protagonizará en el futuro. David Curtis DeForest, espía de José de San Martín, se convertirá en un cuervo.

Se trata de una novela poética. Aunque sus personajes sean tomados de la historia, las imágenes se sustentan por sí mismas, se justifican por su capacidad de establecer inusitadas analogías: el grado de aproximación o distancia con ciertos acontecimientos reales es secundario. Su fuerza, su verdad, reside en la invención, en el poder de las palabras. En el lenguaje, que es el verdadero protagonista de esta historia. De cualquier manera, la cabeza cortada del patriota José Félix Ribas —tío político de Bolívar—, fritándose en un caldero con patas de cerdo y otras especias como escarnio ejemplarizante por parte de las tropas realistas, se ciñe estrictamente a los hechos. “Que nada extrañe en América”, advierte en la novela David Curtis DeForest.

Una vez que el lector acepta las reglas de juego de este mundo delirante, puede sumergirse y gozar de su esplendor verbal: “Y le dieron antojos de morirse, de irse para siempre como le habían enseñado; le dieron ganas de soltar el alma para el cielo, para el infierno, para el limbo o para el purgatorio; pero el alma continuaba pegada, amarrada al cuerpo: el alma es de la tierra, es de acá, acá la hicieron, acá se pudre con el cuerpo”. Las palabras más bellas sirven para describir la materia que se corrompe. El contraste es fuerte y produce una rara y sobrecogedora sensación. Claro, se trata de una estética bastante conocida e ilustre —Baudelaire, Neruda, Mutis—, pero Alvaro Miranda la practica de manera notable.

No sobra la observación: poético nunca quiere decir desordenado. Si bien no se cuenta una historia lineal, de principio a fin, esto no quiere decir que la obra se abandone al azar. Las metáforas son intensas pero exactas y se encaminan a construir una rigurosa y compleja visión de mundo. Esos cuervos inquietantes y misteriosos que se pasean a lo largo de sus páginas, esos cuervos de Poe, anunciadores de muerte y de libertad, consiguen al final anudar todos los caminos aparentemente dispersos.

La risa del cuervo ha sido una novela casi clandestina. A pesar de los importantes lectores que han dado la buena nueva de sus calidades —Germán Arciniegas, Germán Vargas—, a pesar de algunos premios, su primera edición en una editorial marginal impidió que llegara a un público mayor. Con esta nueva edición, esperamos que las cosas cambien, porque sin duda es una obra digna de mejor suerte.