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Qué pena con Maquiavelo

Con ‘La Mandrágora’, obra que se presenta por estos días en el Camarín del Carmen, Robinson Díaz tiene un infortunado debut como director.

Gilberto Bello
7 de mayo de 2001

Nicolas Maquiavelo (1469-1527) debe su reputación a El príncipe, obra de conocida importancia en los campos de la historia y los juegos del poder. Escribió, además, las comedias La Mandrágora (1520) y Clizia (1525); en ellas critica las contradicciones de la filosofía católica y sus extraños manejos en las relaciones sociales y poderes establecidos.

La Mandrágora, escrita en 1518, avanza en la línea de la pasión desbordada y los amores que suscitan arrebatos incontrolables. La referencia a la planta herbaica, “que recuerda una forma del cuerpo humano”, no es otra que la impostura, es decir, atribuir a sus caldos y elaboraciones propiedades curativas para desencadenar el espíritu sexual o de hechicerías para atraer espíritus fugaces, amantes indiferentes y hasta virtudes perdidas.

La comedia, considerada de gran atractivo para el público por su tono llano y algo convencional, la elaboró el autor después de confesar, incluso en el prólogo de la pieza, su fracaso en el campo político. Quizá por ello se mire como una aventura frívola.

El actor Robinson Díaz, acompañado por los miembros de la compañía Estable de Teatro, dirigió la obra de Maquiavelo y actualmente la está presentando en el Camarín del Carmen. Es la primera experiencia en la dirección por parte de Díaz y, la verdad, sin mucha fortuna.

Puesta en escena tratando de significar lo grotesco y con una evidente sobrecarga de sainete ridículo, la forma —la formalización de lo aparente— se impone sobre el texto y su significado. Todo parece indicar que la lectura de la obra está lejos de la comprensión del novato director. El montaje es fiel a los efectos desmedidos de actores y cuerpo de música pero evidencia, sin equívocos, aquello largamente repetido: actualizar un autor no quiere decir darle por el cráneo hasta borrar su mirada y sus ideas de la faz de la Tierra.

Los actores, casi todos experimentados, se muestran como un gabinete de algarabías y cortados por la tijera de la exageración innecesaria. Para interpretar La Mandrágora tienen cuerpos de fantasmas, es decir, sus presencias son volátiles, secretas y con las destrezas para fomentar el apetito de la desviación. Claramente se nota la desarticulación entre texto teatral y montaje.

Se percibe en este grupo la peligrosa tendencia de parecer —posar— originales, destructores de convenciones, creadores de nuevas intenciones en cuanto al montaje e, incluso, actitudes críticas de cara al teatro que agoniza en un mar de repeticiones. Pues bien, la intención vale, pero, en sus últimos montajes, no solamente en La Mandrágora, lo que se demuestra es todo lo contrario. El príncipe y su inteligencia los impugna: “Nunca pueden ser mejores las formas que las ideas”.