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Cuatro amigos cincuentones, que desahogan en las motos gigantes todas sus tensiones, emprenden una travesía de una semana por Norteamérica. Se tropezarán con una peligrosa banda de motociclistas por el camino

Rebeldes con causa

Una comedia inofensiva que parece deberle su gran éxito a una sorprendente falta de buenas ideas. ?

Ricardo Silva Romero
21 de abril de 2007

Título original: Wild Hogs.
Año de estreno: 2007.
Dirección: Walt Becker.
Actores: Tim Allen, John Travolta, Martin Lawrence, William H. Macy, Ray Liotta, Marisa Tomei, Stephen Tobolowsky.

Tal vez moleste menos si uno la ve, plagada de comerciales, un domingo por la tarde. Tal vez parezca mejor si se alquila por ahí, una noche sin mucho más qué hacer, con la esperanza de reírse de un par de chistes flojos. Que es todo lo que da risa, dicho sea de paso, de esta comedia sorprendentemente mediocre.
 
“Sorprendentemente”, digo, porque su elenco es un grupo de actores de primera, sus personajes no tienen ni un solo gesto interesante, y su trama es una tontería que conmueve por lo estereotipada, lo torpe, lo insignificante. ¿Para qué perder el tiempo entonces, después de tantos adjetivos en su contra, en la reseña de Rebeldes con causa? Para evitársela a un par de incautos. Para dejar constancia, de alguna manera, del bache creativo por el que pasa el humor estadounidense. Y asombrarse con la noticia que viene: esta película mala ha recaudado unos 200 millones de dólares, hasta ahora, en los confundidos teatros del mundo.

Nada tiene de nuevo la exitosísima Rebeldes con causa. Su historia, la de cuatro amigos cincuentones (un dentista, un desempleado, un experto en seguridad, un genio de los computadores) que emprenden un viaje de una semana en sus motocicletas gigantescas, es una curiosa mezcla entre las historias de Easy Rider (1969), ¡Three amigos! (1986) y City Slickers (1991). Las viejas canciones de rock, que alcanzan a producir cierta emoción, están puestas ahí como guiños a épocas mejores, a relatos mejores, pero poco más le aportan a una trama que se resiste a avanzar. Sus buenos actores repiten gesto por gesto, hasta el patetismo, las interpretaciones que los han hecho conocidos en comedias mucho más interesantes. Y ni siquiera la dulzura de la actriz Marisa Tomei, que suele rescatar los desastres en los que aparece, alivia la sensación de estar viendo el trabajo de un grupo de creadores cansados. Y sin embargo, para probar que hay cine de todos los gustos, que hay producciones inmunes a las críticas (el 73 por ciento de los críticos gringos, según metacritic.com, piensa que es una mala película), estamos ante un relato que muchas personas parecen disfrutar.

No es tanto un problema de gustos como un fenómeno sociológico. Sucede algo similar con algunas de las más tontas comedias protagonizadas por Adam Sandler. Se puede probar, en menos de 10 minutos, que el guión no está bien construido, que los actores han llevado a cabo las peores de sus interpretaciones, que el montaje es perezoso, que sólo funciona uno de cada cinco chistes. Pero a muchas personas parece tenerles sin cuidado. Que no está mal, ni más faltaba, no está nada mal que todo tenga un público, desde que tengamos claro que una narración ligera no tiene por qué estar mal realizada, y que no es lo mismo un relato desechable, como Rebeldes con causa, que un relato que emprenda una investigación del mundo.