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Réquiem por un sueño

Darren Aronofsky demuestra todo su talento con esta pesadilla sobre la adicción a la droga.

Ricardo Silva Romero
13 de agosto de 2001

Aunque quizas sería lo mejor, va a ser imposible olvidar esta película. Darren Aronofsky, su director, ha conseguido filmar la pesadilla de sus personajes como si hubiera instalado pequeñas cámaras en sus cerebros, sus nervios y sus ojos. Y recordar el brazo carcomido y morado de Harry, la vieja nevera que intenta atacar a Sara, los deseos de Tyrone por volver a estar dentro de su madre y los degradantes juegos a los que Marion se somete, es más que suficiente para cerrar los ojos y sentir escalofríos. Réquiem por un sueño produce desolación, miedo en la oscuridad, insomnio. Sara Goldfarb, una ingenua viuda que comienza a aceptar la soledad de su vejez y su gordura, recibe una extraña llamada en la que se le anuncia que participará, como concursante, en su programa de televisión favorito. Obsesionada con esa posibilidad, toma la decisión de hacer una sospechosa dieta para encajar, de nuevo, en el vestido rojo de sus mejores años. Mientras eso Harry, su hijo, que la vendería a ella y a su televisor para conseguir un poco de droga, trata de convertirse en un pequeño traficante con la ayuda de su novia, Marion Silver, una joven que le huye a una familia que sólo le ha ofrecido lujos y dinero, y de la mala influencia de su gran amigo, Tyrone C. Love, que más que un cínico hampón de las drogas es un hombre frágil y confundido. Pero la historia en realidad ocurre dentro de estos cuatro personajes. Sí, claro, hay unos hechos que padecen, hay unos peligros que enfrentan y unos conflictos que intentan resolver, pero lo que en verdad le importa a Aronofsky, el brillante realizador neoyorquino, que se dio a conocer con la paranoica , el orden del caos, es la forma como la droga entra en sus cuerpos y, sobre todo, el pánico, el temblor, la excitación, las alucinaciones y la humillación que, tarde o temprano, consumen a estos adictos. Cualquiera que le tema a caer en la desesperación de los vicios tendría que ver, pues, esta historia. Ellen Burstyn merecía el premio Oscar, que ya había recibido gracias a Alicia ya no vive aquí, por su estremecedora interpretación. No debe ser fácil, para una actriz que alguna vez fue aplaudida por su belleza, encarnar su propia decadencia en la pantalla. Jennifer Connelly, que pudo haber sido una estrella más pero pronto, para bien de los espectadores y de ella misma, se fue en contra de su imagen angelical, lo arriesga todo en el papel de esa mujer caprichosa y consentida que ya no puede regresar a su mundo. Réquiem por un sueño es una película excesiva. Su patetismo y su estilo recargado jamás llegan a tocar fondo. Es por eso que uno, al final de la proyección, jura que jamás va a volver a ver esas imágenes. No sólo porque son increíblemente duras sino porque su director, encantado con su innegable talento para conseguirlas, quizá ha insistido en ellas demasiado.