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García Márquez siempre representó un gran desafío para sus traductores. Por más que dominaran el español, acceder a su universo lingüístico era muy difícil.

Retrato del lector joven húngaro

Un día de octubre de 1968 me llama un director del taller de traducción literaria porque necesita un cuento hispanoamericano para una antología; busco a mi profesora de literatura latinoamericana, quien me indica que hay un cuento reciente de García Márquez en una revista mexicana, y encuentro milagrosamente el texto, se llama 'Blacamán el Bueno, vendedor de milagros', y me deja con la boca abierta.

László Scholz*
3 de marzo de 2007

En la Hungría de los años 1950–60 la lista de las lenguas extranjeras enseñadas en las escuelas era, para decirlo diplomáticamente, desproporcional: el ruso era obligatorio para todos, en todos los niveles, sin dejar espacio suficiente al resto, o sea, a los idiomas “burgueses”, el inglés, alemán, francés e italiano; el latín y griego, huelga decir, quedaron desterrados por décadas, y sus profesores reciclados para enseñar ruso. ¿Y el español? No había ninguna tradición de impartirlo en la enseñanza media: de hecho, salvo unas tentativas esporádicas, la cultura hispanohablante –en contraste con la alemana, francesa e italiana– nunca ejerció influencia mayor en tierras magiares. Mi deseo de aprender el castellano iba evidentemente contra la corriente, y como tal, carecía de los medios más elementales, entre ellos, de libros de texto y diccionarios apropiados. Guardo todavía mi primer manual de español de 1964 que traía lecciones con un contenido que hoy nos parece, al menos, ridículo (“Juan Vargas trabaja de obrero en una fábrica de papel. Juan es un obrero diligente y concienzudo. Los jefes de la fábrica están contentos con el trabajo de Juan”.); con un vocabulario antediluviano que incluía palabras como la fosforera o el fumista. Ni en la biblioteca del liceo, ni en la municipal había libros en español, ni hablar de periódicos o revistas. La única persona con quien podía hablar en español era un compañero de clase en cuya mente había surgido primero el proyecto de aprender español, y luego con nuestro profesor de inglés, quien parecía interesarse por otro idioma “burgués”. Nos reuníamos los sábados después de clases en su casa –un apartamento de las colmenas soviéticas de hormigón armado de los años 1960– y de la manera más quijotesca conversábamos los tres en castellano: “Señor, ¿tendría la amabilidad de decirme qué hora es?”. “A sus órdenes, caballero. Son las ocho y media”. “Dispénseme usted, caballero. ¿Habla usted español?”. “¡Qué casualidad más dichosa! Aunque no hablo bien el castellano, lo chapurreo”.

Sea como fuera, un día gris de octubre de 1968 me llama un director del taller de traducción literaria porque necesita un cuento hispanoamericano para una antología; busco a mi profesora de literatura latinoamericana, quien me indica que hay un cuento reciente de García Márquez en una revista mexicana, y encuentro milagrosamente el texto en la biblioteca de la Academia de Ciencias, se llama Blacamán el Bueno, vendedor de milagros, y me deja con la boca abierta, totalmente ‘noqueado’. Dijo Cortázar que el cuento gana por knockout, no por puntos como la novela. Es magistral e irresistible, hasta hoy sigo oyendo la voz de su curandero en la feria caribeña, y aún siento el vértigo de esa primera lectura de Blacamán.

Hago una copia del texto (a mano, las revistas no se prestan a los estudiantes, ni hay, por supuesto, fotocopiadoras), llamo al editor con el entusiasmo de mis 20 años, diciendo que “he encontrado el mejor cuento del siglo”, y le muestro el texto de Blacamán a mi profesora que me da una lección más declarando: “Ya ves, un genio nunca deja de serlo”. Y me pongo a traducir. Aún hoy, con más de 50 obras latinoamericanas traducidas al húngaro, pienso que Blacamán, mi primera publicación, es un desafío para cualquier traductor. Las dificultades léxicas eran desalentadoras, no aparece en mis diccionarios “mapaná”, ni “pacotilla”, “tenderete de chanchullos”, “calanchín”; no tenía ni idea cómo será La Guajira, ni una “glándula de los presagios” o las famosas “astromelias”; la sintaxis es enmarañada, barroca, espasmódica. En mi desesperación trato de encontrar en Budapest algún hispanohablante colombiano o caribeño que me ayude a descifrar unas frases y me topo con unos sindicalistas colombianos que asisten a un congreso, pero sus “explicaciones lingüísticas” me enseñan para toda la vida que el hablante nativo que no entienda de literatura es de más daño que de provecho para el traductor. Leo y releo el cuento, lo recito en voz alta y baja, lo trago, mastico, absorbo del todo. “Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción”, dice Borges al hablar de Valéry, y la razón es que hay muy pocas lecturas tan profundas como la que se hace durante el proceso de la traducción, según lo afirma Subirat, traductor de Joyce: “Traducir es el modo más atento de leer”, o Gabo mismo al hablar de la traducción de Paradiso al italiano: “Entonces comprendí que, en efecto, traducir es la manera más profunda de leer”. Ésta es en realidad la verdadera lectura a escondidas que no sólo da las espaldas al exterior, sino también se aísla de gran parte del mundo interior; es abrumadora la soledad pero conlleva la posibilidad de un encuentro nunca sospechado.

*László Scholz (Hungría, 1948): Profesor latinoamericanista en Estados Unidos, es crítico y traductor. Entre los autores que ha traducido al húngaro se encuentran Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Javier Marias y Julio Cortázar, entre otros.