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Satanás

El escritor colombiano Mario Mendoza acaba de lanzar su libro Satanás. Cuatro historias diferentes que se tejen entre sí para formar una gran y oscura tela. Lea un capítulo del libro y la presentación hecha por el escritor Jorge Franco.

15 de abril de 2002

Henry Miller dice que «Los acontecimientos, cuando se producen, su-ceden en forma instantánea, pero son el resultado de un largo proce-so.» Esta idea que suena tan obvia sirve para interpretar algo que ha-bía quedado flotando en la novela anterior de Mario Mendoza, «Relato de un asesino»; mientras Tafur, el criminal, escarbaba con un cuchillo de la cocina en el vientre de su amada muerta, buscando un feto, sonó el teléfono: alguien solicitaba un servicio a domicilio y quería una pizza mediana de salami con champiñones. Un libro más tarde, entendemos que la llamada no fue un capricho del autor sino que desde entonces, comenzaba a trazarse el vínculo entre un asesino y una pizzería. Incluso el impulso se siente desde más atrás, de su novela «Scorpio City», donde se configura el escenario: «Bogotá, ciudad apocalíptica de las mis heridas, ciudad venenosa que te ensañas con los que no te comprenden, ciudad de dulce crueldad, ciudad-travesti de maquillajes incomprensibles.» En estas páginas Mendoza presenta una ciudad agobiada por el crimen, por la injusticia social y la desesperanza de quienes la padecen día a día; una ciudad demoledora, de ghettos y de locos. Y luego, nuevamente en «Relato de un asesino», el autor da marcha atrás para mostrar a la Bogotá de su infancia y cómo ella empieza a influir en el comportamiento de quien con el tiempo se convertirá en homicida. En ese primer capítulo titulado Doctor Jekyll y Mister Hyde, surge el más claro indicio de que una historia, un libro, puede gestarse en un autor de la misma manera, y con la misma parsimonia, como el delito se va engordando en la mente de un criminal. Con una ciudad clandestina que conoce al dedillo, con un personaje que identifica su padecimiento con el de Harry Jekyll, y hasta con una pizzería que había quedado desatendida en una llamada equivocada, Mario Mendoza prepara el terreno, al igual que un perfecto asesino, para dar su más reciente y certero golpe: «Satanás». En esta novela confluyen las obsesiones de sus trabajos previos pero de una manera tan contundente, que indica que la idea se estaba fraguando desde hacía mucho tiempo. Y aunque las novelas anteriores tienen gran valor por sí solas, a la luz de «Satanás», pueden ejercer una función preparatoria para contar un hecho que siempre es vigente: el mal entre los humanos; o para decirlo sin adornos: el mal es humano; entre de todo lo que somos, también somos mal. Para contarlo, Mendoza, nuevamente como un delincuente meticuloso, recurre a su capacidad de acondicionar el terreno, creando una atmósfera que desde el comienzo huele a tragedia, con cuatro historias diferentes, aparentemente aisladas, pero que a medida que avanzan se tejen entre sí para formar una gran y oscura tela, que ondea como una bandera empuñada, valga decirlo ahora, por Satanás. La historia de María, una joven de extracción humilde, que cansada de atropellos aprovecha su belleza para delinquir y cobrar venganza; la historia de Ernesto, un sacerdote que tiene que vérselas con uno de los más complicados y deliciosos demonios: el de la carne; la de Andrés, un joven pintor que vislumbra la calamidad en sus retratos; y la historia de Campo Elías Delgado, un nombre familiar para muchos de nosotros, ex combatiente de Vietnam y causante de una de las masacres más sonadas del país. María, en la primera historia, se asocia con dos hombres para estafar a ejecutivos a los que ella embrutece con escopolamina, y luego sus compañeros se encargan del resto, por medio de los nefastos «paseos millonarios». Una noche es violada, pero gracias a sus vínculos con el bajo mundo, logra identificar a los agresores y los condena a morir en un fusilamiento al que ella misma asiste. Arrepentida, decide dejarlo todo y acude a su antiguo consejero, el padre Ernesto. El padre, a su vez, ha tenido que debatirse entre las dudas de su vocación y la responsabilidad de diagnosticar una posesión demoníaca en una joven humilde, para justificar un exorcismo. Andrés, el joven pintor, también ha recurrido al padre, no sólo por el parentesco que los une, sino en busca de claridad, después de haber vivido una de sus experiencias más tormentosas: su antigua novia, acosada por la ruptura del noviazgo, ha llevado una vida promiscua con el único fin de desfogar todo el odio que siente por Andrés. Regresa contagiada de sida, y, arrepentida, confiesa sus andanzas. Andrés, movido por la solidaridad y la culpa, busca contagiarse, pero antes de que pueda enterarse si lo logró, es rechazado por ella, quien decide romper todo vínculo que quede entre los dos. Andrés, acude adonde su tío, el padre Ernesto, quien lo convence para que se dé otra oportunidad. Todos quieren darse otra oportunidad, quieren dejar la oscuridad en la que se han mantenido y concederse una nueva vida: María a través de una nueva experiencia amorosa, Andrés en su pintura, y el sacerdote, en el matrimonio y en la vida familiar. Para celebrarlo, deciden ir a un restaurante. La apresurada descripción de estas historias se justifica en el nombre de ese restaurante, que a todos los colombianos nos daba miedo pronunciar, y que incluso hoy al mencionarlo, sentimos un cosquilleo nervioso. Allí mismo, movido por un antojo de espagueti con salsa boloñesa, llega el hombre en cuestión de la cuarta historia: Campo Elías. Pero no llega solo. Trae consigo al soldado que padeció el infierno de una guerra y a los mil demonios que llevaba cada bala que pasó a su lado. Viene armado, dispuesto a librar una batalla final contra sus tormentos. La prueba de ellos estaba en su bolsillo, a la hora de las muertes: el libro ya mencionado, El extraño caso de Doctor Jekyll y Mister Hyde. Hasta aquí la anécdota, porque como en todo buen libro, «Satanás» va mucho más allá, para formular preguntas, sembrar inquietudes, en lugar de otorgar respuestas fáciles. La novela bien podría ajustarse a ese género que Truman Capote llamó «la novela de no ficción», tal vez para justificar que, al igual que los asesinos delirantes, los locos, los niños y los esquizofrénicos, los escritores también nos perdemos en los límites de la realidad y la ficción. Así lo confirmó, una vez, Mario Mendoza: «no existe una frontera delimitada entre la biblioteca y la vida. No es menos real la página que leemos que la calle por la que deambulamos. Literatura y vida coexisten en un mismo plano, y lo real involucra tanto lo percibido por los sentidos como los mundos imaginarios de nuestra más recóndita psicología.» En lo que corresponde a la realidad, también hay que agregar como protagonista de «Satanás», el escenario colombiano; aunque tantas veces la realidad absurda de Colombia nos parezca un cuento exage-rado. Pero no exagera la novela al definir, con ironía, a nuestro país como un escenario propicio para la desesperanza: «Pero qué se pue-de esperar de un país donde todo el mundo tiene mentalidad de li-mosnero. Los políticos piden contribuciones a sus electores, los sa-cerdotes son unos vagos que viven del bolsillo ajeno, los colegios pi-den una ayuda extra cada año a los padres de familia, los hospitales suelen inventarse pretextos para mendigar tales como ‘el día del niño diferente’, ‘el día del cáncer’ o el ‘día de la poliomelitis’, y hasta el mismo Presidente de la República se la pasa como un indigente rogando que las naciones desarrolladas nos tiren unos cuantos pesos.» La Colombia reciente pasa por las páginas de «Satanás» en episodios reales que bien pudieron ser obra del azar, o de la complicidad humana: la toma del Palacio de Justicia, la erupción que arrastró con Armero, la esperanza de un país puesta en Omaira, la niña a la que el lodo no quiso soltar, y hasta el casi olvidado incendio de la torre de Avianca, que a pesar del horror nos hizo creer que éramos un país desarrollado, porque en Bogotá, como en Nueva York, también ardían los «rascacielos». Pero la mención a nuestra realidad sigue sonando a anécdota en «Satanás», si miramos de qué va esta historia de principio a fin; la idea está en cada una de las páginas y en las historias que cuenta, pero podría resumirse en una corta frase que aparece suelta en un renglón: «El triunfo total y pleno de la maldad.» Este triunfo tiene que ver, entonces, con un círculo vicioso en el que estamos irremisiblemente perdidos, donde la maldad externa corroe al individuo y el genera una maldad interna que éste luego desfogará en la sociedad como un aporte a la maldad de afuera, que aumentada, se enquistará en algún nuevo ser, y así sucesivamente, como una rueda loca, hasta que el mal triunfe sobre el mundo entero, sobre cada uno de los seres humanos, no sólo para dañar, sino para que podamos disponer de la otra cara de la moneda, en oposición a la del bien, del cual supuestamente nos dotó Dios al hacernos a su imagen y semejanza. Sin embargo, la moneda tiende a caer hacia un mismo lado. Así lo plantea en voz alta el padre Ernesto: «¿No bastaba una caminata por la ciudad para darse uno cuenta de que estaba deambulando entre círculos infernales?¿No eran los rostros de los mendigos, de los locos, de los solitarios, de los prisioneros, de los suicidas, de los asesinos, de los terroristas, de los hambrientos, testimonios abiertos del reino de las sombras? …La batalla la perdimos hace rato. Ya no hay redención posible.» Testimonios y casos hay por donde se mire, el libro está lleno de ellos; «Satanás» recoge la estética de la maldad, y a pesar de que el título lleve el nombre del Maligno, es importante aclarar que él es quien menos tiene que ver en todo esto. Todo tendría que ver más con los opuestos, con la materia de la que estamos hechos, de los síntomas que expone la novela: envidia, resentimiento, culpa, odio, opresión; y una dualidad en nuestra esencia que lleva a preguntarse si el Demonio no será, acaso, el Mister Hyde de Dios. No hay un abismo entre el Bien y el Mal; por el contrario, conviven espalda con espalda. Sólo hace falta una chispa para causar el incendio. Dice otra vez Miller que «lo que se percibe cuando algo ocurre, es solamente la explosión y el segundo que precede a la chispa.» No hay nada tan frágil como esa urna donde reposa el mal ni tan angosto como el lugar donde se bifurcan los caminos. Para confirmar la casi inexistencia de los límites, la novela nos cuenta que Campo Elías quería ser, por encima de todo, un hombre de libros y bibliotecas; este deseo lo justifica Mendoza en una hermosa definición: «por la sencilla razón de que este hombre (el escritor) es todos los hombres, el que muta en cada personaje, el andrógino, el travesti, el camaleón que cambia el color de su piel según el lugar y las circunstancias.» Por desgracia, Campo Elías no pudo ser un tercer hombre que optara por la escritura y fue guerrero, hombre de armas y causó mucho dolor. Por fortuna, Mario Mendoza sí pudo serlo, no sólo para obsequiarnos esta novela que con su calidad y con su premio, enaltece la literatura colombiana, y confirma el lugar privilegiado y reconocido que ha tenido, tiene y seguirá teniendo en el ámbito de la literatura universal; sino también para recordarnos que como proyecto humano vamos mal, que en todos nosotros duerme la infamia, y que a cada instante, cada segundo, está despertando en alguien con nuestra complicidad, ante nuestra desidia, a causa de nuestra injusticia e indiferencia. La batalla la estamos perdiendo, y no es cantaleta fatalista: todos los días aparece en el mundo un Campo Elías para recordárnoslo. Jorge Franco Bogotá, abril 3 de 2002 Posdata aclaratoria: No quisiera que por la analogía hecha entre literatura y crimen, quedara la duda de que en la mente de Mario Mendoza habitan instintos asesinos. Si los tiene, no son más ni diferentes de los que tenemos todos los que alguna vez hemos querido matar a alguien. Capítulo I. Una presencia maligna del libro Satanás de Mario Mendoza