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SE MUERE EL BOLSHOI

La muerte del aparato ideológico soviético está arrastrando a su tumba uno de los símbolos culturales del antiguo imperio comunista.

14 de noviembre de 1994

PARA EL BALLET BOLSHOI NO HA podido ser peor el estigma de haberse convertido en el símbolo del establecimiento soviético. Si en los grandes tiempos moscovitas de la Guerra Fría el Bolshoi se convirtió ante el mundo en uno de los pilares del esplendor cultural levantado por la Revolución de Octubre, hoy el mismo Bolshoi está resignado a la suerte de ser el espejo de las ruinas de las antiguas instituciones políticas del imperio soviético al caer el muro de Berlín.
Su sede sufre el deterioro físico producido por décadas de descuido. Ha sido tal el abandono, que su restauración demoraría dos años. Sin embargo, el estado de la edificación es sólo el reflejo de lo que sucede en su interior. En febrero, el director del Bolshoi, Yury Grigorovich botó a su principal figura joven el bailarín Gediminas Taranda, quien no tuvo reparos en denunciar ante el público las arbitrariedades que se cometían en la compañía de ballet más prestigiosa de Moscú. La gira por Inglaterra programada para junio de este año tuvo que ser cancelada porque la boletería no se vendió; y la temporada de septiembre en la capital rusa casi no comienza por disputas internas. Fundado hace más de 200 años por un antiguo bailarín de la Corte de San Petersburgo (el actual Ballet Kirov), el Bolshoi nació primero como una clásica academia de Ballet que pronto formo su propia compañia.
Curiosamente, en una época en que la mayoría de las artes musicales dependía de la corte, el Bolshoi de Moscú se sostenía sólo con la venta de boletería. A comienzos del siglo XIX ya era una compañía sólida que, incluso, realizaba giras por San Petersburgo, la capital por excelencia del ballet ruso. En 1825 abrió su propia sede con 47 bailarines. Veinticinco años después ya contaba con 155, de los cuales 37 eran solistas de primera línea. Para entonces su fama había sobrepasado las fronteras. El Bolshoi había alcanzado tanta importancia que el propio Chaikovski decidió estrenar en él, en 1877, El Lago de los Cisnes. A finales del siglo XIX compartía repertorio con el Kirov de San Petersburgo y era considerado como su mayor competencia.
Todo esto cambió con la revolución comunista. Desde el principio, el Estado tuvo como consigna proteger y patrocinar el arte en todas sus manifestaciones. No obstante, estos propósitos no fueron del todo artísticos y se tiñeron de un matiz político que, si bien le brindó al ballet una época de esplendor, poco a poco fueron convirtiéndose en su propia sepultura. Compañías como el Kirov, el Alexandrinsky, el Maly y el Bolshoi fueron beneficiarios directos del consentimiento del Estado. Sin embargo, a diferencia del Kirov, dedicado a la conservación de la tradición balletística rusa, el Bolshoi se transformó en el ballet del establecimiento. Bajo el lema de que la cultura no es para la elite sino para el disfrute del los grandes compositores rusos (entre ellos Prokofiev) y abrió sus puertas a miles de aficionados populares. A pesar de que el repertorio fue utilizado frecuentemente para enviar mensajes ideológicos al pueblo, el Bolshoi vivió tal vez su época de mayor esplendor con el estreno de obras que pronto serían el emblema del ballet de Moscú Taras Bulba, Cenicienta, Salammbó y especialmente Espartaco.
La inversión en las grandes producciones que las grandes producciones le dieron la vuelta al mundo llegó a su tope durante los años 60 y la aparición de Grigorovich, quien a pesar de ser una de las figuras balletísticas más importantes del siglo en Rusia, hoy es considerado como rosquero, retrógrado y el culpable de la crisis actual.
Para muchos, Grigorovich le cerró al ballet de Moscú las puertas de la modernidad, además de utilizar como bailarines de cabecera a varias figuras que hace rato debían estar retiradas. En general, al Bolshoi lo mató el mismo síntoma del establecimiento soviético: su anquilosamiento. Una vez caído el régimen, ha empezado a desnudar todos sus errores pasados.
Sus grandes figuras han preferido irse a otras compañías. El último gran intérprete de Espartaco, Erek Mukhamedov, se fue hace dos años al Royal Ballet de Londres; y después de la expulsión de Taranda a principios de este año, el Bolshoi se ha quedado sin estrellas; y lo que es peor, sin dinero para contratar nuevas.
Así, los fantasmas culturales de la Unión Soviética están asistiendo a los últimos escombros de sus ruinas. Y mientras Moscú y el Bolshoi se hunden entre sus frágiles cimientos, el Ballet Kirov -que ha recobrado su nombre zarista de Mariinsky- está más sólido que nunca y le ha otorgado a San Petesrsburgo colocarse nuevamente como la cabeza cultural de Rusia, tal como lo era antes de la Revolución de Octubre.-