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Los 400 asistentes al Primer Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil posan en el Palacio de Bellas Artes. Horas después las escaleras estarían destruidas

DESASTRE

Sherezada resucita

El terremoto de Chile sorprendió a 400 escritores de literatura infantil en un Congreso en Santiago, antesala del Congreso de la Lengua que debía llevarse a cabo en Valparaíso. Crónica de una noche terrible.

6 de marzo de 2010

Parece una broma macabra del azar. En la página web de la editorial española SM se anunciaba hace apenas unos días la noticia de la publicación en español de Temblor, la novela juvenil de Maggie Stiefvater que ha arrasado en las listas de los más vendidos de Estados Unidos.

Y fue precisamente un temblor, un terremoto aterrador de 8,8 grados en la escala de Richter, el que acabó de tajo con el ambicioso y monumental Primer Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil, que organizó la misma editorial, y que se desarrollaba en Santiago de Chile como antesala del Congreso de la Lengua que debía comenzar el lunes pasado en Valparaíso.

La poderosa editorial había decidido, desde hace más de un año, reunir en Santiago a los más importantes representantes del mundo del libro infantil y juvenil, para discutir el pasado, presente y futuro de la producción literaria para jóvenes. Más de 400 escritores, editores y promotores de lectura en la infancia de toda Iberoamérica se dieron cita en Santiago. La lista de invitados era excepcional. Autores como la brasileña Ana María Machado (Premio Hans Christian Andersen, el Nobel de Literatura Infantil), el español Jordi Sierra i Fabra y la colombiana Yolanda Reyes formaban parte de una nómina de lujo. El escritor mexicano Juan Villoro y el chileno Antonio Skármeta habían inaugurado el congreso el jueves 27 de febrero, hablando de sus lecturas de infancia, ante un auditorio repleto de embajadores, ministros de Educación y Cultura de casi todos los países de Iberoamérica y escritores de todos los países del subcontinente suramericano y de España.

Ese jueves todas las ponencias se dedicaron al pasado de la literatura para niños, y el viernes 28, al presente. Los 400 invitados posaron para una foto en las escaleras del Palacio de Bellas Artes, sede del congreso. El encuentro debía terminar el sábado 29, analizando el futuro de la literatura infantil. No fue posible.

A las 3:34 de la madrugada de ese sábado, la tierra comenzó a temblar. César Camilo Ramírez, director de SM en Colombia, se encontraba, como todos los asistentes, en su habitación del hotel. Estaba despierto contestando correos, porque había llegado hacía una hora de una cena de trabajo con la ministra de Educación de Ecuador. De pronto, el piso del cuarto comenzó a mecerse con una violencia desmedida. Ramírez, petrificado, esperó que pasara, conteniendo la respiración. Después de 15 eternos segundos, pensó que por fin había terminado. Pero cuando parecía que el temblor amainaba, todo volvía a sacudirse otra vez. No fueron ni 15 ni 30 segundos. Fueron tres minutos de agonía, en los que pensó que había llegado la hora de morir.

Yolanda Reyes estaba dormida en su cuarto, en el mismo hotel de Santiago. El primer remezón la despertó de golpe. Se quedó quieta en su cama, incapaz de reaccionar, de pensar o de mover un solo músculo del cuerpo. También sintió, con la mente suspendida en el pánico, que había llegado la hora de su muerte. A la mañana siguiente, así lo describió por correo electrónico a sus amigos: "En un momento, cuando mis tripas empezaban a aceptar que ya no había salvación, el terremoto cesó. Para darles una idea del tiempo que pasó, primero me desperté con el movimiento fuertísimo y terrible que sacudía todo el cuarto. Luego entendí que era un terremoto; ojo; no un temblor, terrible y ruidosísimo. Luego me asusté mucho y esperé que pasara, pero no pasaba. Con esto me refiero a que uno en Colombia tiene un 'tiempo interno' que le dice, por experiencia, está temblando y ya tiene que pasar. Pero ninguna experiencia previa había sido así de larga. Y ya se caían cosas y yo me protegía con las almohadas y nada y cada vez más fuerte. Un ruido que alguien describió como el ruido de la muerte y miedo y luego pánico: un miedo visceral, que creo que está situado en lo más primario del cerebro, en el cerebro de serpiente. Un pánico animal: quizás el de la supervivencia básica que se rompe. Y una sensación de soledad, en ese cuarto de un hotel. La soledad y el pánico de estar en el final y de saber que tal vez eso no va a pasar".

Cuando la tierra paró de temblar, Ramírez salió al corredor del octavo piso, y entre el caos y el nerviosismo, bajó por las escaleras con el resto de huéspedes. Al lobby del hotel comenzaron a llegar todos los escritores, atolondrados, estupefactos y confundidos. Aquello no había sido un temblor. Había sido el terremoto más brutal que ninguno recordara, incluidos quienes habían vivido el de México en 1985.

El viernes por la noche, en el hotel, se celebraba una boda. En una enorme carpa la gente había estado bailando. Y a las 3:30 de esa madrugada, en medio del caos, se cruzaban en el lobby los escritores en piyama o con toallas pobremente amarradas aprisa, con los invitados en sus trajes de colores brillantes y sus corbatas negras. Todos verificaban que sus amigos estuvieran allí. Muy pronto se dieron cuenta de que Yolanda Reyes no aparecía. Se había quedado congelada en su cuarto, incapaz de reaccionar, y no se había atrevido a bajar. La rescataron.

Aquella noche nadie durmió. No había luz. En otro hotel, el director de la Academia Colombiana de la Lengua, Jaime Posada, a sus 85 años, junto con su señora, habían tenido que bajar a tientas las escaleras de los 15 pisos que los separaban del lobby. En otro, Carmen Barvo, la directora de Fundalectura, intentaba recuperar la calma.

Hubo un intento atolondrado por resumir el congreso el sábado. Pero alguien, en un atisbo de sensatez, pidió que verificaran el estado del Museo de Bellas Artes. Fue entonces cuando supieron que las escaleras en las que todos habían posado para la foto hacía apenas unas horas, se habían derrumbado. Los organizadores intentaron resumir el congreso, más por la necesidad de estar juntos, y utilizaron la carpa de la boda de la noche anterior. Pero Nivia Palma, la directora de la Red de Bibliotecas, Archivos y Museos, lloró en su alocución y pronto se dieron cuenta de cuán absurdo era pretender continuar con el encuentro.

Y es que sólo con el lento transcurso de las horas fueron juntando los fragmentos de información que les permitieron imaginar la magnitud de la catástrofe en otras zonas del país. El aeropuerto de Santiago estaba cerrado. Se habían roto los ductos del agua y aquello parecía una escena del hundimiento del Titanic. Los vuelos que estaban a punto de aterrizar con los escritores que comenzaban a llegar para el Congreso de la Lengua de Valparaíso fueron desviados a Mendoza y a Buenos Aires. Los que llegaban de España se devolvieron. El Congreso de la Lengua también fue cancelado. Los Reyes de España no habían salido todavía de Madrid. Y el monumental evento para el cual habían trabajado tres años el presidente de la Academia Española, Víctor García de la Concha, y todo el sector cultural y político chileno -y que sería la gran despedida de Michelle Bachelet-, se evaporó en el aire tras aquellos trágicos minutos.

Yolanda Reyes dice que en los días de incertidumbre que siguieron al terremoto, a la espera de un avión para poder volver, en medio del desasosiego pasó algo maravilloso: Sherezada resucitó. Los escritores se reunían a contar historias para no estar solos, para sentir y ofrecer su solidaridad y vencer el miedo a quedarse dormidos. En esos momentos de suspensión de la vida cotidiana, la condición humana desnudó su corazón. El viernes, la editorial SM había presentado su gran diccionario de autores de literatura para niños y jóvenes. Y la broma macabra comenzó a circular. Menos mal, todos seguían vivos; menos mal, el diccionario no quedó obsoleto de golpe. Serán entonces los escritores quienes pongan en palabras la experiencia de aquel terrible baile con la muerte. n