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Borges

Sobre el texto inédito de Borges y el poder de la literatura

Meses antes de morir, Borges escribió un texto en el que revela la impagada deuda que contrajo con Silvano Acosta. El escrito, dice su viuda María Kodama, muestra la extrema sensibilidad de Borges. Tal vez dice más sobre su idea del poder de la literatura.

Cristina Esguerra
10 de noviembre de 2020

*Por Cristina Esguerra

Organizando los miles de valiosos papeles y documentos de su casa, María Kodama encontró un pequeño texto que Borges le había dictado en noviembre de 1985, pocos meses antes de su muerte.

“Silvano Acosta”, comienza diciendo: “Mi padre fue engendrado en la guarnición de Junín, a una o dos leguas del desierto, en el año de 1874. Yo fui engendrado en la estancia de San Francisco, en el departamento de Río Negro, en el Uruguay, en 1899. Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871. Esa deuda me fue revelada hace poco, en un papel firmado por mi abuelo, que se vendió en subasta pública. Hoy quiero saldar esa deuda. Nada me costaría fantasear rasgos circunstanciales, pero lo que me ha tocado es lo tenue del hilo que me ata a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte”.

Kodama le entregó el texto al diario argentino La Nación porque “si Borges quería que se conociera el nombre de ese muchacho,” era mejor publicarlo.

Ahora, ¿por qué querría Borges que se conociera el nombre de Silvano Acosta? ¿Por qué publicar un texto sobre el hombre que su abuelo, el coronel Francisco Borges, “con la buena caligrafía de la época”, mandó fusilar por traidor?

El último párrafo del texto responde estas preguntas, y pone la imaginación a volar: “Yo nací 30 años después. Un vago sentimiento de culpa me ata a ese muerto. Sé que le debo una reparación, que no le llegará. Dicto esta inútil página el diecinueve de noviembre de 1985”.

Borges sabe que esa carta que escribe no es del todo inútil, y que con su pluma es capaz de sacar a Silvano Acosta del anonimato. He ahí el poder de la literatura. Acosta ahora existe en el imaginario de miles de lectores que, como Borges, nos preguntamos por qué habrá desertado; si será que “pensó que la disciplina entre gauchos sería menos severa que en las filas de un ejército regular” o “si quería desquitarse de haber sido arrastrado a la guerra”.

Borges convirtió a Silvano Acosta en una invitación a imaginar, a reflexionar sobre la vida, la muerte, la violencia y la culpa.



Ella se lo entregó al diario argentino La Nación, a sabiendas de que Borges quería publicarlo. En pocos días, fragmentos del texto comenzaron a darle la vuelta al mundo.

Asesinado Urquiza, la montonera jordanista asedió a Paraná. Una mañana entraron a caballo en la plaza y dieron la vuelta golpeándose la boca y gritando algún sapucai para hacer burla de la tropa. No se les ocurrió apoderarse de la ciudad.

Para levantar el sitio, el gobierno envió al regimiento número dos de infantería de línea. Faltaban plazas y una leva recogió algunos vagos en las tabernas y en las casas malas del Bajo. Acosta fue apresado en esa redada, entonces común. Nada me costaría atribuirle una parroquia de Buenos Aires o un oficio determinado -peón de albañil o cuarteador- pero esa atribución haría de él un personaje literario y no el hombre que fue lo que fue. A la semana desertó del cuartel y se pasó a los montoneros. Tal vez pensó que la disciplina entre gauchos sería menos severa que en las filas de un ejército regular. Tal vez quería desquitarse de haber sido arrastrado a la guerra. Prosiguió la campaña y un Destacamento del Dos trajo prisioneros. Alguien reconoció al pobre Acosta. Era un desertor y un traidor. El coronel Francisco Borges, mi abuelo, firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época. Cuatro tiradores la ejecutaron.