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TODO TIEMPO PASADO FUE MEJOR

El arte religioso de los siglos XVIII y XIX tiene mucho qué enseñar al arte contemporáneo.

31 de marzo de 1986

El Museo de Arte Religioso de Bogotá ha inaugurado una sorprendente exposición de obras de orfebrería, pintura y escultura que fueron sacadas de la ciudad de Popayán y entregadas para su custodia al Banco de la República, a raíz de los trágicos acontecimientos sísmicos de hace tres años. Desde entonces, las obras en cuestión han sido restauradas para mostrarlas con orgullo a la ciudadanía de la capital del país y a todos cuantos quieran ver de qué se trataba este tipo de producción creativa. Muestra sorprendente, porque nos plantea de manera directa una serie de cuestionamientos respecto de lo que pensábamos sobre la imaginería religiosa y de lo que creíamos constituía su tema y referencias principales.
Durante el siglo XVIII y principios del XIX fue la ciudad de Popayán una urbe floreciente debido a la iniciativa de sus hijos, quienes buscaron en el Chocó las riquezas de la minería. Quizás no pudo haberse comparado con las grandes metrópolis coloniales como México o Lima, pero se dio el lujo de importar obras notables de Quito y de España, y además desarrollar una escuela artística propia, menor, pero nativa de sus predios. También esa riqueza generó la construcción de iglesias y conventos con sus respectivos coros y retablos tallados, algunos de los cuales aún nos llaman la atención por sus intensidades decorativas. Hoy en día muchas de aquellas obras importadas son consideradas aluvionales porque vinieron apenas a posarse en este territorio. Pero en realidad se han vuelto payanesas a fuerza de haber sido albergadas allí durante tanto tiempo, y sobre todo, porque han incidido considerablemente en la formulación del carácter de aquella ciudad, con su inclinación hacia lo religioso-trascendental y su orgullo en la celebración de rituales como el de la Semana Santa.
Uno de los aspectos más llamativos de la muestra, según la misma ha sido exhibida en Bogotá, es su extraordinario montaje: gracias al mismo se han sacado las piezas de su localización habitual y convencional en las iglesias donde siempre fueron apenas pedazos de retablos y altares, situados muy por encima del nivel del público, razón por la cual estas custodias, esculturas y cuadros se veían como objetos relativamente pequeños. Pero en la presente exposición eso ha cambiado: es muy distinto que estén frente a frente, sobre el mismo piso, directamente confrontados y acompañados por nosotros, que hemos venido a visitar estas esculturas entre las que uno puede caminar; vernos en el mismo espacio con ellas, en escala uno a uno con ellas. Montaje revelador también de aspectos recónditos de la orfebrería y la pintura. En la bóveda del museo se ven las distintas joyas de funcion religiosa tales como candeleros, jarras, crucifijos, cálices, cetros, patenas, relicarios, limosneros, copones, expositorios y las custodias riquísimas que ahora muestran sus espaldas también recubiertas de pedrería y trabajadas con motivos intrincados. Así mismo las pinturas, aunque más excepcionalmente, nos brindan imágenes impactantes como sucede con el gran cuadro de última cena con los santos Francisco de Asis y Pedro de Alcántara, o aquel otro en que Jesús Nazareno carga la cruz frente a su madre, etc. Pero casi todas las pinturas aquí son derivativas de visiones desarrolladas ampliamente en las escuelas española, flamenca y veneciana, con alusiones francas a Rubens, Murillo y Tiépolo, entre otros. De todos modos, las pinturas que vemos están bien elaboradas, más técnicamente eficientes cuando son europeas, aunque mucho menos interesantes que cuando son americanas. En este último caso, la torpeza ejecutoria lleva a la deformación y exageración de las expresiones y al logro de efectos de incoherencia espacial y trastocamientos de perspectivas y escorzos; quizás por ello mismo son tan conmovedoras como las esculturas.
Estas últimas son la gran revelación de la muestra: los santos de madera nos dejan ver, de manera cruel y chocante, sus espaldas laceradas, sus carnes desolladas, las sangres marchitas de sus martirologios, cuando no, sencillamente, lo apergaminado de sus pieles y el realismo tremendo con que se les incrustaron conchas de nácar y pastas de vidrio para generar ojos y . 2 otros elementos efectistas. Como van vestidos con telas, y llevan pendientes móviles que añaden a su gesticulacíón, crean todo un simulacro de realidad y una serie de cuestionamientos en nosotros. Porque nos habiamos acostumbrado a pensar que las esculturas con elementos que se mueven eran un invento del siglo XX, para encontrarnos aquí con que estos recursos cinéticos han sido aplicados hace ya mucho tiempo. Esto también nos hace recordar que la misma "impureza" en las técnicas de ensamblaje y añadido de recursos foráneos al material principal, era característica de la escultura griega de los frontones de los templos; esculturas que aparecían muy por encima del nivel del ojo del espectador y que más allá de haber sido realizadas en mármoles profusamente pintados, estaban cargadas de plumas, telas y joyas que brillaban y se movían para crear un espectáculo violento, allá arriba, en el frontón, como indudablemente estos santos de Popayán lo han hecho en sus altares, o cuando han salido, cargados en los pasos procesionales, para recorrer las calles de la vieja ciudad.
Nos habíamos acostumbrado a pensar que lo de los santos era asunto de artesanía e imaginería popularizante, que tendía a recoger los frutos de una abaratada sensiblería que se exacerbaba con espectáculos que representaban los hechos más dolorosos y sangrientos de la historia sagrada. Pero viendo las piezas de bulto en esta exposición, tenemos que preguntarnos si no eran estos escultores extraordinarios que nos dejaron toda una serie de imágenes no necesariamente continuadas, en la intensidad de sus sentimientos, por escultores posteriores entre nosotros. En todo caso, y sin duda alguna, hoy en día ni en Colombia ni posiblemente en Latinoamérica, existen escultores figurativos que nos brinden este tipo de carga emotiva ni que sean capaces de plantear situaciones tan tremendas a través de la forma tridimensional. Tendríamos que acudir a un George Segal, con sus figuras "a lo Pompeya", en yeso hiperrealista, o a alguno de los nuevos escultores españoles, como el gallego Francisco Leiro, con sus figuras sacadas de la madera casi que a dentelladas, o a alguno de los nuevos brutales escultores ingleses, para encontrar figuración parecida, en su énfasis de lo patético a la de los imagineros, a la vista en el Musco de Arte Religioso de Bogotá.
En esta exposición encontramos imágenes cuyas referencias coinciden con las circunstancias actuales de nuestro país, cosa que tampoco está en evidencia en el trabajo de los modernos escultores colombianos. En efecto, estos santos, puestos en el piso a la altura del espectador, compartiendo el mismo espacio con nosotros, nos hablan de violencia, sufrimientos, esfuerzos, frustraciones e irremediabilidades. Por ello, justamente, la exposición puede visitarse sin tener de por medio el prejuicio de ir a ver arte antiguo, colonial o religioso. Porque si el observador así lo desea, estas obras sirven para medir nuestras coyunturas contemporáneas, y para ello no hay que ser ni historiador ni creyente: tales apreciaciones estéticas sobran; estos santos piden que se los vea con un casi total sentido de actualidad, y en esos términos la exposición da recompensas insospechadas.